Tengo delante un retrato de mis
padres. Durante años y años, décadas, he pasado junto a él, parándome alguna
vez a contemplarlo. Ahí están los rostros de mi padre y de mi madre, en
plenitud vital, como yo no los recuerdo en vida. Mi sensación ha sido siempre
de orgullo, de contento, por posesión de un bien querido que desafía el
inexorable deterioro del tiempo.
Nunca
cambié de sitio o toqué siquiera el retrato de mis padres. Ha sido siempre una
imagen tan respetada y querida, que tocarla era de alguna manera rebajarla.
El
retrato, aunque enmarcado, pesa poco, y su misma levedad me produce ahora
emoción, también nuevas sensaciones: serenidad en los grandes ojos de mi madre,
agudeza en los de mi padre.
Un
sobrino mío quiere una copia del retrato de sus abuelos, razón por la que lo he
retirado de su sitio. Lo meto a continuación en una bolsa, aunque al instante
lo estoy de nuevo contemplando, movido por un fuerte impulso. Qué jóvenes
eran mis padres entonces. Menos de la mitad de los años que yo tengo ahora
tenían. Cuánto les quedaba por sufrir y aprender. Qué desamparados los he
visto. Padre de mis padres me he sentido.