Mire, señor actor, yo he venido a
esta función para verle representar en un escenario.
Yo
he pagado para verlo actuar en alto, en una plataforma que nos separa y nos
distancia.
Yo
lo quiero ver a usted elevado, por encima del nivel del suelo, que es donde transcurren
las anodinas horas de mi vida.
Si
usted se baja al patio de butacas y empieza a declamar o a corretear, destruye
todo el sueño que deseaba vivir.
Aquí,
a mi nivel, desaparece, se esfuma toda la aureola que le engrandece arriba y,
en consecuencia, su personaje se hace no sólo inverosímil, sino hasta torpe. Da
usted aquí abajo unas voces y recita unos parlamentos que suenan huecos e
intempestivos.
Por
si fuera poco estropicio, quiere usted también implicarme en el papel que está
“escenificando”; quiere que yo colabore con algún gesto o acción.
Pues
no, no me agrada, señor actor: acaba de
hacer trizas el último cristal de mi sueño, hasta el punto de que me entran
ganas de marcharme, de abandonar la sala para terminar con mi malestar.
Bien, ya
regresa usted al escenario y recobra la acción su fantasía, pero ya nada será
igual: siento que cuando acabe la representación, mis manos no van a aplaudir
con calor, sino con cortesía. Usted, tan veterano y tan sensible lo tiene que
notar.