CAPÍTULO APÓCRIFO DE EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA.


JOSÉ SILES ARTÉS



Donde se trata del insólito encuentro que el caballero y el escudero tuvieron en La Gran Venta de Gijón, camino de la Somosierra(*).



  La de vísperas sería cuando el invencible Caballero de la Triste Figura, don Quijote de la Mancha, montado en Rocinante, su escuálido corcel, y acompañado de su leal escudero Sancho Panza, a lomos de su sufrido jumento, cruzaban un río con el caudal tan menguado que el agua no llegaba a mojar siquiera los cascos de las cabalgaduras.
-¿Y qué río tan caudaloso es éste que acabamos de dejar atrás?-preguntó don al poco rato Quijote a su escudero.
            -Es el río Manzanares, que se despeña desde la sierra de Guadarrama para ir a derramarse en su gran hermano mayor, el Jarama.
-A fe mía que el germano Rhin y el galo Sena son simples arroyos comparados con el Manzanares-aseguró el caballero.
Prudentemente Sancho guardó silencio, pues no llevaba el ánimo para entrar en una de las habituales porfías con don Quijote. Iba mohíno el escudero por el hambre que le turbaba el estómago, ya que no había probado bocado desde el ascético almuerzo a mitad de camino-un cuarto de hogaza y media longaniza-, último recado de sus alforjas.
Habían partido de la villa de Valdemoro con el alba, prosiguiendo su andadura hacia la Somosierra, donde el esforzado caballero esperaba liberar doncellas cautivas y derrotar a algún gigante o drago, mientras su servidor confiaba en tomar posesión de botín o tesoro, fruto de aquellas proezas de su señor. Pero no iba muy tranquilo el escudero, porque este nuevo episodio lo estaban iniciando al margen del libro en que ellos habían surgido, hasta hacerse notorios en todo el mundo.
            Un trecho más adelante, y siempre preocupado por el deseo de amejorar su condición y de poder llevar a su esposa Teresa algunos dineros o joyas que diesen crédito a las extravagantes aventuras que vivía junto a su no muy cuerdo amo, le iba advirtiendo a éste:
            -Mire bien mi señor de combatir con enemigo que posea buenos caudales, que sería gran mofa en el pueblo tornar tan pobres como hemos partido.
            -Desecha tus temores amigo Sancho, pues los enemigos de los desamparados y encantadores de princesas suelen tener tesoros escondidos en alguna cueva, donde todo lo que hallemos en forma de onzas de oro y joyas ha de ser para ti en premio a tu fidelidad y discreción.
            -Pero es menester que la diosa Fortuna esté también de nuestra parte, pues los tesoros están tanto más guardados cuanto más grandes son, y hallarlos puede ser gran trabajo.   
-Cierto es lo que dices, pero advierte también que la Fortuna es el mejor amigo de los valientes.
Con el cielo limpio como recien lustrado, una claridad anaranjada bordeaba las cumbres del Guadarrama, rastro del sol huido, mientras solitaria, la estrella de la tarde brillaba incrustada en el cielo.
Cabalgaban ya por las dehesas de Atocha, cuando al escudero se le ocurrió  que, desviándose un poco a Poniente podrían buscar albergue en la villa de Madrid, donde moraba un deudo suyo trasplantado del pueblo hacía muchos años. Las torres y cúpulas de la ciudad, en aquel acrisolado atardecer, se erguían en apretada rivalidad, cada una pugnando por escapar  de la inminente fosa de la noche.
Pero ¿y si a don Quijote se le antojaba correr en Madrid una de sus fantásticas aventuras, confundiéndola con alguna plaza legendaria de la Edad de Oro? No, más sensato era no apartarse de la Cañada Real y proseguir en derechura hacia la Somosierra, donde, aunque la riqueza que pudiera conseguir fuera la cuarta parte de la descrita por su señor, daría con creces para adquirir todas las tierras de los seis pueblos de su comarca manchega, más un castillo templario deshabitado que, debidamente restaurado y alhajado, podría convertirse en residencia del muy esforzado y bizarro caballero don Quijote. Y en estas rumianzas iba, cuando percibió un  estimulante olor a leña quemada, surgiendo poco después de las sombras un ampuloso casar, al tiempo que empezaron a oírse unos nada amistosos ladridos.
Habían topado los dos aventureros con la conocida Gran Venta de Gijón, ante la cual echaron pie a tierra, llamándoles la atención el buen número de caballerías que se encontraban arrendadas a ambos lados de la puerta, así como la presencia de dos grandes galeras. En consonancia, don Quijote y Sancho encontraron en el interior gran bullicio de caballeros, hidalgos y bachilleres que comían y bebían, sentados la mayoría en largas mesas. De pronto aquel estruendo se cortó en seco, sucediendo un prolongado silencio entre los comensales que miraban a los recien llegados con inquisitivo pasmo, hasta que, como liberado de su oclusión el río del rumor, empezó a fluir de nuevo, desbordándose en cascada de boca en boca: “¡Es don Quijote, el mismísimo don Quijote y Sancho Panza, su escudero!”
Se trataba, de una partida de hombres de letras que retornaban de Alcalá de Henares, donde habían asistido a unas justas poéticas.
-Entre ellos se encuentran escritores tan insignes como el famoso Lope de Vega, el ingenioso don Francisco de Quevedo,  al exquisito poeta don Luis de Góngora,  dramaturgo Tirso de Molina y varios otros-les informó el ventero mientras aparejaba una mesa para su refrigerio, no tardando en  acercárseles un caballero vestido de negro, de rostro aguileño, ancha frente, hondas entradas y bigote y perilla canosos, que se presentó como don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor del famoso libro que había engendrado al hidalgo manchego, devorador de novelas de caballerías, y al sabio rústico Sancho Panza, devenidos caballero andante y escudero respectivamente. Amo y criado quedaron un tanto asombrados y corridos frente al escritor, pues se estaban comportando como hijos desconsiderados y desobedientes. La aventura en que al presente se hallaban empeñados no era obra de la pluma de don Miguel, y habrían preferido que el azar no les hubiese hecho toparse con él. Había sido Sancho quien, en la jornada anterior, al partir de Aranjuez, había expresado su temor al respecto:
-¿Cómo explicarle que le hemos abandonado, desviándonos del designio que él nos tiene trazado como creador de nuestras aventuras?
            -¿Y no es eso más bien un motivo de orgullo? ¿No viene a demostrar la genialidad de su talento literario? ¿No es el mayor signo de gloria al que puede aspirar un escritor.
            -Puede que sí, pero no sólo de gloria vive el poeta, sino que primero de todo necesita tener doblones en su bolsa y vituallas en su despensa.
            -Explícate mejor, Sancho, que no entiendo bien razones tan mezquinas.
            -El señor don Miguel tiene que haber ganado muchos maravedíes con la historia de nuestras andanzas, y espera ganar muchos más con esa segunda parte que al parecer está escribiendo. No puede por tanto beneficiarle que nos emancipemos, con el riesgo de que otro escritor avisado nos utilice en un libro que rivalice con el suyo.
-No te inquietes, amigo Sancho, que la nobleza de alma y la claridad de entendimiento  de don Miguel han de estar por encima de esas miserias.
-Así será, pero no puede estar complacido el que nos ha traído al mundo y hecho vivir extraordinarias aventuras que nos han aupado a la fama. Yendo por el mundo sueltos le estamos siendo infieles.
-Muy al contrario: estamos siendo fieles al espíritu de aventura y a la gallardía que él nos ha infundido.
-¿Y vuestra merced cree que ese argumento podría convencerle.
-Sin duda, amigo Sancho, la verdad es una luz tan potente que barre todos los recelos.
-Pero la verdad que conviene a unos, mi señor, puede ser menoscabo para otros.
            Don Quijote quedó callado unos instantes, y al fin exclamó:
            -¡Qué lúcidamente has discurrido, amigo Sancho! Cada vez admiro más la hondura de tu juicio, y ya no albergo la menor duda de que el Cielo te ha dotado de discreción más que excelente. Tú serás el sabio gobernante de la primera provincia que yo libere de la férula de un tirano.
            -Pero asegúrese vuestra merced que  ese territorio goce de prosperidad, con campos fértiles, bosques, ríos caudalosos, pingües cosechas y caminos anchos y transitables. Porque donde no hay harina, todo es mohína.
            -Tú descuida, que todo se andará como a ti te place, porque tales recompensas para los escuderos prudentes están escritas en los grandes libros de caballerías.
La promesa le bullía en la mente a Sancho mientras escuchaba a su amo conversando animada y muy cuerdamente con el escritor don Miguel de Cervantes, con el que compartían una sustanciosa olla de duelos y quebrantos, menudeando con ardientes tragos de vino, en la Gran Venta de Gijón.
Junto a una mesa cercana, mientras descuartizaba un cabrito asado, el ventero escuchaba con gran atención al autor y a sus dos personajes.
 Notó el escudero que el vate era manco de la mano izquierda, impedimento que él mismo explicó extendiéndose en una pasmosa descripción de la batalla de Lepanto, en la que había combatido de soldado y sufrido la pérdida susodicha. Felicitóse don Quijote de la bravura de su progenitor, y de allí pasaron a hablar de las hazañas de diversos caballeros andantes, rivalizando ambos en conocimiento sobre determinadas aventuras, y en varios momentos llegó el  hidalgo de la Mancha a ponerse puntilloso, queriendo saber más que su progenitor, sin que al buen escudero le alcanzara si su amo había leído tanto o más que aquél, o bien si éste empezaba a acusar la desmemoria de los años.
Quiso luego saber don Miguel por qué habían abandonado su querida aldea manchega y adónde se encaminaban a la sazón, a lo cual respondió don Quijote que les acuciaba el ansia de desfacer varios entuertos, librar algunas doncellas cautivas y derrotar a un gigante que tenía aterrorizada toda la Castilla segoviana.
-Y despojarle del cuantioso tesoro que tiene escondido en las entrañas de la Somosierra-apostilló el escudero.
-La aventura parece digna del valor y el ingenio de vuestras mercedes, pero puedo asegurarles que en la Segunda Parte de mi obra les esperan muy superiores y divertidas hazañas. Yo os encarezco que tornéis a las páginas del libro.
-Esa Segunda Parte se dilata demasiado, señor escritor-se quejó el Caballero de la Triste Figura-. ¡Llevamos ocho años esperándola!
-Es en el abono nutricio de los años donde medran las grandes obras del pensamiento, como son más sabrosas las frutas que más tardan en madurar.
-Así será-interpuso el escudero-, pero mi señor, que ya  ha leído todo lo que se puede leer sobre caballeros andantes y hasta sobre pastores enamorados, que lleva tan largo consumiéndose en el sosiego de nuestra aldea, y que arde por añadir nuevos trabajos y hazañas a su leyenda, ha resuelto echarse de nuevo a los caminos. Y yo le acompaño por fidelidad y, para ser sincero, con la esperanza de lograr algún medro o granjería.
-Me conmueven esas razones, y yo les prometo a vuestras mercedes que desde este punto y momento me voy a aplicar con multiplicado afán en la terminación de la Segunda Parte de las empresas de don Quijote de la Mancha.
-¿Pero cuánto tiempo más puede demorarse?
-Me es difícil precisarlo, amigo Sancho, pero digamos que un año o año y medio.
El caballero andante se atragantó con un bocado de carne, tosió varias veces, y por fin advirtió con contenida indignación:
-En ese tan largo intermedio pueden ocurrir muchos desmanes y atropellos contra los débiles y los desamparados, mientras yo me encuentro de brazos cruzados en mi aldea. No, señor don Miguel, yo no puedo ni quiero permanecer ocioso ni un minuto más. Hasta mi caballo Rocinante me estaba pidiendo echarnos a los caminos.
-Correréis riesgos que pueden ser mortales. Estando en mi libro yo siempre puedo salvaros de los más apurados trances.
-No me importa. Prefiero morir en combate que seguir consumiéndome en la espera. Ningún caballero andante que se precie de tal aspira a hacerse viejo.
-Habláis, don Quijote, como el paladín de cuerpo entero que yo he concebido, pero puedo aseguraros que os tengo reservado un final en paz que no envidia en dignidad y sabiduría al más heróico. Y deseo asimismo manifestar que, concretamente a vuestro escudero, le he prevenido en mis páginas el gobierno de una ínsula.
En este punto, y según el testimonio del curioso ventero, don  Quijore y Sancho cruzaron  una larga e intensa mirada, hasta que el caballero propuso:
-Me congratula señor don Miguel el alto conceto que tiene del entendimiento y prudencia de Sancho Panza. Por mi parte no le dispenso menor estima, la cual es fruto de muchas horas de convivencia y de observación de sus excelentes prendas, hasta el punto de que yo le tengo prometido idéntico galardón. Si procede que yo sea el dador, o que lo sea vuestra merced dentro de las aventuras que nos está escribiendo, conviene que lo estimemos él y yo en retiro.
Después de estas palabras el caballero y su escudero se levantaron de la mesa y se fueron a hablar a un ricón de la estancia, no pudiendo el ventero oír nada de lo que trataron, ni tampoco de lo que después de un buene rato expresaron al autor de Don Quijote de la Mancha, pues en ese punto fue requerido por comensales al otro extremo de la estancia y, cuando por fin volvió a su punto de espionaje, don Miguel de Cervantes estaba diciendo:
-No debemos separarnos sin que vuestras mercedes me den algunos sabios avisos,
pues habiendo vivido como protagonistas la Primera Parte de mi novela, nadie mejor puede orientarme sobre la Segunda, que ya tengo tan adelantada.
            A lo que, después de expresar su reconocimiento por las portentosas hazañas que don Miguel le había permtido llevar a cabo hasta entonces, don Quijote confesó que le habría gustado enfrentarse a más y más potentes enemigos, lamentando a ese respecto que  en la trama se perdía demasiado tiempo en descripciones y en pastoriles historias intercaladas que a él le robaban protagonismo, por lo que pedía encarecidamente que tales digresiones fueran suprimidas en la continuación. En su turno Sancho encareció al autor que las posadas fuesen más hospitalarias, con lechos más mullidos y comida sabrosa, y que de alguna manera le cayese de vez en cuando una recompensa en metálico, aunque fuese de menor cuantía, con el fin de ir haciendo un ahorro que pudiese llevar a su aldea y ofrecer a su sacrificada esposa. Y también rogó que se evitasen a su señor tantas burlas y sufrimientos corporales, que a él le dolían como si se los infligiesen en propia carne.
            Don Miguel de Cervantes les prometió que tendría muy en cuenta todas estas advertencias, aunque debían comprender que el enredo de un libro viene determinado en gran parte por el gusto de los lectores, que son los que lo compran, y que una segunda parte no puede desvirtuar sustancialmente el espíritu de la primera sin correr el riesgo de fracasar. Seguidamente se despidió de sus dos personajes, quienes le dijeron que a la mañana siguiente, muy temprano, emprenderían el camino de retorno a su aldea, donde esperarían el inicio de la nueva fábula, en la cual, les aseguró el autor,  iban a ocurrir cosas muy interesantes, destacando entre ellas la susodicha actuación de Sancho como gobernador de una ínsula.
Estaba claro, colegiría el ventero después, que el autor y la pareja habían llegado a un acuerdo durante el rato de acecho que él se había perdido. Y por su parte, el licenciado don Lope de Siles, que profesaba de escribano en la  ciudad de Jaén en el último tercio del siglo XVII, señalaría que merced al fortuito encuentro en la Gran Venta de Gijón, la novela del Caballero de la Triste Figura y Sancho Panza pudo reanudarse a partir de la aldea de sus personajes, acomodándose al designio  que les tenía trazado don Miguel de Cervantes Saavedra. De haber continuado en rebeldía, actuando por su cuenta los dos personajes, sus aventuras podrían haber superado en originalidad, extravagancia y donosura a las del propio autor.
Y termina don Lope comentando, sin duda con referencia al escudero, que la ambición-o la inclinación, según se mire-de gobernar a los demás, no anida exclusivamente en el pecho de los poderosos, sino con igual frecuencia entre los humildes. Del escrito del licenciado jienense, muy deteriorado  por el moho y la humedad, se ha podido recomponer el episodio arriba transcrito gracias a las modernas técnicas ópticas y electrónicas, pero no se ha podido desentrañar si es fruto de su invención, o si se limitó a copiarlo. Poco se sabe por otra parte de don Lope de Siles-oriundo de Silesia-, quien tuvo problemas con la Inquisición, asunto que hasta ahora no ha interesado a la investigación  más o menos monográfica.

Madrid, treinta de marzo de 2005

(*) Publicado en El Quijote en el Café Gijón, IV Centenario (pp. 285-292). Recopilación: José Bárcena. Coordinación Editorial: José Bárcena y José Luis Cabañas. Madrid, 2005.)


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