miércoles, 20 de mayo de 2015

EL LIBRO

 Cada vez que, como espectador, o partícipe, asisto a la presentación de un libro, me resisto a aceptar la necesidad del acto. Instintivamente quiero creer que un libro debería defenderse por sí solo, sin necesidad de airear su contenido. Hasta que, pronto, veo que mi primera reacción es ingenua. Porque si un libro no se comenta y explica al nacer, queda ya muy lastrado para difundirse.
También el espaldarazo de un artículo, de un comentario escrito u oral por alguien de prestigio puede ser un aval determinante.
A diferencia del escritor, el pintor y el escultor pueden simplemente reunir un número de sus obras en un espacio de exposición, e invitar a entrar y ver. Sus obras de arte son esencialmente abiertas.
En cambio el libro es un ente cerrado, su mensaje está enclaustrado, y para conocerlo hay que pasar sus páginas.
"Expresarse como un libro abierto", dice un dicho. Porque el libro cerrado no dice nada.
Entramos en una librería, en una biblioteca, y todos los libros que allí se alojan están cerrados y mudos.
Y ahora el libro tiene rivales serios. La tecnología digital nos ofrece libros que carecen de hojas, libros que no pesan ni ocupan lugar. A su información se accede apretando un botón y leyendo en una pantalla al tamaño de letra que nos convenga. Además, en un bolsillo podemos llevar una ingente biblioteca.
Hay gente que se está deshaciendo de sus bibliotecas, que regala sus libros de papel. ¿Va a desaparecer el libro tradicional? Es pronto para saberlo, pero los signos son alarmantes.


lunes, 4 de mayo de 2015

ELLOS PIDEN

            Piso el umbral del supermercado y allí me saluda el muchacho negro de siempre:
            -Buenos días, señor.
            -Buenos días.
            Y cuando salgo:
            -Adiós, señor.
            -Adiós.
A la puerta de  una de las iglesias del barrio me aborda por las mañanas un fornido mozo para ofrecerme  unos paquetitos de kleenex.
En la acera del mercado una atractiva chica me pide para comprar leche para su niño.
Junto a los escalones de la conocida cafetería que mira al parque, otra mujer joven, con pañuelo a la cabeza y falda campesina, me dice “comer, comer”, con lastimero acento.
Junto al primer paso de peatones que cruzo por las mañanas, se sienta un joven cetrino, en la flor de la edad, algo desaliñado, con una caja de cartón en la que se ven varias monedas menores. Alza la cabeza, me mira, pero no dice palabra.
            El otro día, a unas manzanas de allí, mientras yo caminaba, me han saludado:
            -Buenos días, señor.
            Era otro joven negro, desde el quicio de otro supermercado, junto al que a veces paso, pero en el que nunca entro.