Pasé delante de ellos.
Estaban parados, cada uno sosteniendo un bastón blanco de invidente. Hablaban
muy pegados el uno al otro: él un hombre apuesto, ella atractiva; dos personas
entre cuarenta y cuarenta y cinco años.
Al salir de la tienda a la que iba, los vi delante de mí,
cogidos del brazo y caminando, picando la acera con sus bastones. Al
alcanzarlos, ella se volvió hacia mí sin verme, y me preguntó con leve acento
francés:
-¿Sabe usted dónde está la calle Diego de León?
-Es la segunda, todo recto.
La primera bocacalle, General Oraá, está muy cerca y me paré
para observarles. No manejaban con soltura los bastones, aunque la mujer algo
mejor que el hombre. Ella tanteaba la mano derecha y él la izquierda. Eran como
un tándem de remeros. encontraron bien el primer bordillo y el siguiente, y los
bolardos de uno y otro lado, él siempre menos diestro. Sobre la lona de un
andamio toparon, pero al instante lo salvó ella, y adelante siguieron, repicando
sobre las losas y cogidos del brazo, fundidos en el paso.