A lo largo de los años me ha ocurrido, raramente la
verdad, cruzarme con alguien con un libro abierto y leyendo mientras caminaba -y
siempre se trataba de una chica. Como chicas, y mujeres maduras, suelen ser las
que vemos enfrascadas en un libro en travesías más o menos largas del metro. El
varón no parece aficionado a este entretenimiento.
Siempre
he sentido envidia por esos escritores a los que se lee por la calle. A su don
narrativo he tributado en cada caso un mudo sentimiento de admiración. Debo
haberlo interpretado como la marca suprema de la maestría literaria.
Estoy
haciendo este comentario, de resultas de dos de tales encuentros, en un
intervalo de dos semanas, el más reciente destacado por la sonrisa que la
lectura provocaba en la lectora.
Se
oye lamentar la decadencia del libro, del libro de papel, desplazado por la
letra electrónica, pero el libro resiste. Se lo lee en los móviles, en los
ordenadores y en las tabletas, pero el libro físico continúa surtiendo los
anaqueles y las mesas expositoras de las librerías, aunque éstas es verdad que
están en decadencia.
El
avión y el automóvil iban a aniquilar al tren, y la televisión a la radio, y
ninguno de estos desastres ha sucedido. ¿Hay avances tan insustituibles que se
hacen imperecederos?