I. AL PIE DE LA ALCAZABA (1939-1950)
(Pedidos)
II. AL PIE DE LA ALHAMBRA (1950)
1. Un becario en Granada
A principios de enero de 1950 me apeé en la
estación ferroviaria de Granada, procedente de Almería capital. Venía
con la determinación de iniciar la licenciatura de ciencias químicas.
Me atraía especialmente la rama de
física química y la física del átomo. Soñaba con llegar a ser un científico de
renombre. Yo tenía entonces veinte años.
Para subsistir en Granada había
conseguido una beca de la Diputación de Almería, pero la concesión no se había
producido hasta hacía unos días. Y de ahí mi retraso, el curso había empezado
en septiembre.
Me habían adjudicado la beca, pero el
libramiento quedaba pendiente, y ni siquiera se habían comprometido a una
fecha, así que de momento tenía que tirar de mi propio bolsillo.
2. La
pensión San Carlos
Me instalé en una pensión de la calle
San Juan de Dios, San Carlos se llamaba, donde ya había parado cuando vine a
examinarme del Examen de Estado. Allí los huéspedes estaban a pensión
completa-los menos-o a simple alojamiento.
Era
desde luego un albergue muy barato, pues me recuerdo comiendo allí unas
semanas, hasta que agoté mi dinero y pasé al régimen de solo habitación, que
incluía el lavado de ropa.
Mi
habitación la compartía con un joven algo mayor que yo, quien sólo venía a
dormir, y los fines de semana
desaparecía. No logro recordar a qué se dedicaba, ni tampoco se me ha quedado
su nombre.
3. Mis
clases.
En
seguida me incorporé a las clases del primer curso de ciencias químicas, que
tenían lugar en el edificio central de la Universidad. Las asignaturas a aprobar
eran física, química, matemáticas y
biología.
A
primera hora teníamos la clase de química, a cargo del profesor Rancaño, un
venerable catedrático que explicaba con claridad y sencillez. Por algo su aula
estaba siempre llena. Con el estudio y las clases de química disfruté desde el
inicio hasta el final del curso.
En
cuanto a las disciplinas de física y matemáticas, las seguía muy mal, y cada
vez se me fueron poniendo más cuesta arriba. Quizá el haber empezado aquellas
clases con un trimestre de retraso me creaba el problema.
Pero ¿por qué unas asignaturas las
entendía y disfrutaba estudiándolas, mientras otras me resultaban un calvario?
Yo me achacaba el fracaso a mí mismo, a mi propia ineptitud, nunca se me
ocurrió atribuirlo a los profesores respectivos. El dómine entonces era un
profesional indiscutible, en plena posesión de su ciencia y del arte de
enseñarla. Si el alumno no seguía sus disertaciones, ese era su problema. Pedir
la aclaración de un concepto, manifestar no haber entendido una explicación,
una impertinencia, una ofensa.
Con la asignatura de biología, que impartía
una señora de porte modesto y algo más
que mediana estatura, disfruté de cabo a rabo. Me enganchó la descripción de la
vida animal y la vegetal, tan claramente desplegada en el libro de texto, del
autor Salustio Alvarado.
Sin embargo, observar una hoja de árbol,
o una pata de rana por el microscopio era una práctica que me resultaba más
bien aburrida, Yo creo que fue en aquel laboratorio donde empecé a vislumbrar
que las ciencias experimentales no eran mi camino. Los aparatos, recipientes y
utensilios de que disponíamos estaban por otra parte en un estado cochambroso,
y el profesor encargado de aquellas clases tenía una actitud francamente
negativa. “Con la licenciatura de ciencias químicas os vais a morir de hambre”,
nos dijo más de una vez. Sospecho que se trataba del tipo de profesor auxiliar
con una remuneración ínfima, obligado al pluriempleo, servidumbre muy extendida
en el prolongado subdesarrollo de la posguerra.
Aquel laboratorio no estaba ubicado en
el edificio de la universidad, sino en el vecino hospital de San Juan de Dios,
apostaría.
En dicho hospital, tuve un día una
vivencia primigenia; de las que se instalan para siempre en la memoria. Por
invitación de algún amigo, estudiante de medicina, entramos dos o tres
compañeros de curso en una de las salas clínicas a presenciar un parto; el polo
opuesto, el de la muerte, ya lo había presenciado. Recuerdo cómo la mujer, tras
dar a luz nos miraba con orgullo por su vital proeza.
No disponía yo de sobra de tiempo para
cultivar amistades, pero sí que llegué a tener cierta relación con algunos
compañeros de clase.
Uno de ellos, Vicente, debió captar muy
pronto mi condición de estudiante a la cuarta pregunta que, según me declaró
varias veces, le era motivo de admiración. Él era hijo de un próspero hacendado
de la provincia de Jaén, y en Granada se alojaba en una residencia con todas
las comodidades que tenía un tufillo bastante católico. Vicente era desde luego un creyente cumplidor
y, más de una vez me sugirió que le acompañara a oír la misa dominical. Yo
siempre preferí encontrarle a la salida del templo, desde nos íbamos a
“chatear”, como se decía entones, y tomar sabrosas tapas granadinas. Él pagaba
siempre. Algún domingo por la tarde salimos también con
dos
paisanas suyas, estudiantes de Magisterio.
Estaban alojadas en un convento de monjas,
con normas muy estrictas, y recuerdo haber abandonado el cine antes de acabar
la película, para que ellas pudieran recogerse a la hora prescrita.
Muy diferente, y alumno más atípico que yo era Salvador.
Tendría de diez a quince años más que sus compañeros: un hombre ya entrado en
la madurez, tanto física-tenía barriguita-como mentalmente. Salvador era de Almería,
como yo, pero estaba avecindado en
Granada, donde trabajaba de funcionario de una delegación gubernamental. Su
horario era incompatible con el de la universidad, pero algunas mañanas se
escabullía más o menos tiempo de su oficina para asistir a clase. En realidad
seguía el curso mayormente por los apuntes y referencias que le pasábamos sus
amigos. Era muy bueno en fórmulas y ecuaciones y a mí me ayudó bastante.
Quedábamos en su casa después de comer y trabajábamos pegados a una mesa de
camilla. Allí estaba de huésped a
pensión completa, y muy bien atendido por la patrona, una señora mayor, y su
hija, una treinteañera menuda, morena, de abultados ojos temerosos.
4. Granada
no paraba
En
Granada me fascinaron siempre sus ríos, el Darro y el Genil, especialmente
éste, a cuya ribera me acerqué con frecuencia para ver correr y rizarse con
ímpetu y estruendo sus aguas, sin vacilar, infatigable y ciegamente desbocado.
Yo no
había visto nunca un río con agua todo el tiempo, agua que baja, inagotable, de
alguna fuente lejana. En Almería hay un río mayor y hay una rambla-bueno, más
de una-que normalmente son cauces secos, siempre, casi siempre a la espera de
que llueva para encauzar el agua hacia el mar. Son como desagües de las
turbulentas avenidas procedentes de las sierras cercanas.
Otra
extrañeza provenía de que al parecer me había traído conmigo el mar, porque
miraba hacia el fondo de las calles rectilíneas y no lo veía.
Yo ya conocía Granada, aunque
escasamente. La primera visita la hice en junio del 48, para someterme al
famoso Examen de Estado, o Reválida, que era indispensable aprobar para
ingresar en una facultad universitaria. Me sorprendieron en el examen escrito,
en la prueba de matemáticas-un problema que no supe resolver-y en septiembre
regresé y superé por fin la prueba escrita y la oral.
Ambas
estancias en Granada fueron de unos pocos días, y no me dieron ocasión más que
para maravillarme de la ciudad en su conjunto. Visité la Alhambra, asombrándome
de sus frondas y sus veloces aguas y sus vistas, un regalo para los sentidos,
un paraíso materializado, un sueño edénico, ajeno a la realidad de la ciudad,
que se extiende a sus pies y que a mí sobre todo me interesaba. Me embargó
desde el primer momento la sensación de que Granada nunca paraba. En sus
entrañas circulaban de día y de noche sus tranvías, estrepitosos, dominantes,
ensordeciendo las conversaciones y haciendo temblar los cristales. En el cauce
de la calle se iba diluyendo el estruendo, pero nunca del todo, que otro
tranvía empezaba a oírse in crescendo.
Eran
los tranvías como amarillos vagones ferroviarios que corrían sueltos por el
Triunfo, San Juan de Dios, la Gran Vía, Reyes Católicos, Puerta Real… La Bomba
y el Triunfo eran los dos puntos extremos, y en Puerta Real, creo recordar,
coincidían los que enlazaban con los pueblos.
Yo
caminaba normalmente hasta la universidad, que distaba de mi pensión como unos
diez minutos, pero a veces hacía uso del tranvía por diversión, porque me
encantaba viajar en aquellos artefactos.
Una tarde estuvo suspendido el paso de
los tranvías por el centro de la ciudad. Tuvo lugar un desfile de carrozas,
celebración de alguna festividad, quizá Santo Tomás, el Día del Estudiante. Las
montaban estudiantes, muchos ataviados de acuerdo con la carrera que estudiaban:
el médico, el abogado, el científico. Pasaban desaforados, histriónicos y
claramente avinados. Era una explosión muy comprensible en aquella sociedad
encorsetada por rígidas normas y usos.
De diferente carácter fueron unas
jornadas turbulentas un poco antes de mi incorporación al curso escolar. Había
habido duros choques entre estudiantes y la policía. A pedradas habían
combatido los primeros, causando destrozos en alguna facultad.
5. ¡Gibraltar,
español!
El SEU, Sindicato Español Universitario,
era la asociación oficial de estudiantes, dentro del organigrama falangista, la
única permitida, y a la que se pertenecía obligatoriamente.
El SEU
poseía un comedor que ofrecía a los estudiantes comidas económicas, pero para
mí más caras que comprarme algunas vituallas y comer de bocadillo en mi
habitación. Por eso, me estremecí de interés cuando un paisano encontrado al
azar, me informó que el SEU concedía ayudas de comedor a estudiantes pobres.
El comedor del SEU en Granada estaba
en un piso de la calle XXX, a dos pasos del edificio central de la universidad,
en el corazón de la ciudad; y allí localicé al jefe del distrito granadino, un
estudiante de medicina, aproximadamente de mi edad.
Me
escuchó comprensivamente y, lamentando que ya estaban todas las ayudas para
aquel curso concedidas, me ofrecía no obstante una media beca: es decir, una
comida gratuita al día, que podía ser almuerzo o cena. No solucionaba mi
problema de subsistencia, pero me aseguraba una mínima sustentación, así que,
muy agradecido, desde aquel día empecé a hacer uso de la ayuda ofrecida.
Allí
comía también mi benefactor, con el que a veces coincidía, y recuerdo que un
día que vino ataviado con la camisa azul de la Falange, se alzó de su asiento,
requirió silencio y nos dirigió una ardorosa arenga: nos convocaba para asistir
a una manifestación contra los indignantes agravios perpetrados en aquellos
días (¿) por la “Pérfida Albión” en la frontera de Gibraltar. Como españoles,
como universitarios y como miembros del SEU, era nuestro deber no faltar a la
cita, que iba a tener lugar en todas las ciudades de España.
Mis ojos se
cruzaron con los suyos, negros, brillantes, intensos. Fue un instante, yo bajé
la vista inmediatamente, pues todo lo que se relacionaba con la Falange, todo
lo que procedía de aquella imperante ideología, me producía una honda
desafección.
Aquella
tarde, recuerdo, lo pasé mal, ya que yo sí que me sentía solidario con la
reivindicación española del Peñón de Gibraltar, y además le estaba muy
reconocido al jefe del SEU de Granada por la ayuda concedida. Dudé, y terminé
por ser sincero conmigo mismo, no acudiendo a la llamada.
¿Pero
cómo transcurrió el acto? ¿Qué respuesta hubo? Son preguntas que después de más
de medio siglo le hice a un amigo de la infancia, Manolo Fuentes, entonces estudiante
de medicina en Granada, quien sí estuvo presente. “Fue una manifestación
masiva”, me aseguró.
Por
cierto, el aludido jefe del SEU era compañero y amigo de Manolo, según me contó
éste el verano pasado, así como que aquél llegó a catedrático de
universidad. Me dijo que había fallecido
hacía poco y hasta me dio el nombre y apellidos, con los que no me he quedado-quizá
por una instintiva resistencia a alterar el venerable archivo de la memoria.
Manolo Fuentes vivía con su familia en
Granada, donde su padre, don Antonio, poseía una farmacia.
El
farmacéutico Antonio Fuentes y el maestro Juan Siles, mi padre, habían sido muy
amigos, lo que me dio pie para visitarle y hablarle de mi situación. Y no me
escuchó sin simpatía. A los pocos días me puso un contacto con un amigo suyo,
un perito agrícola creo que era, funcionario del Catastro provincial.
En
aquellas oficinas ocupé mesa al lado de un joven de figura famélica, sentado
frente a unos ficheros, de los cuales me cedió uno o dos con aire de
desolación, lo que al instante comprendí. Aquellos ficheros eran la
fuente-modestísima-del estipendio que cobraba y que yo ahora venía a compartir.
En
suma, las sobadas tarjetas anilladas registraban la descripción y lindes de las
fincas rústicas de Granada: una información que los campesinos necesitaban a
veces consultar a efectos de ventas, compras, herencias, etc. Se les leía el
registro solicitado, creo que les dábamos una breve nota, y a cambio recibíamos
“la voluntad”, una propina, siempre modesta, que era consuetudinario dejar.
Estaba el Catastro, muy cerca de mi pensión,
me parece que al final de la Gran Vía (en un piso alto), pero como sus horas de
oficina eran sólo por la mañana, coincidían en gran parte con mis clases en la
universidad, a las que procuraba no faltar.
4. Granada
en conserva.
Hay
sensaciones que no se pueden explicar hasta pasados muchos años. Yo estaba
residiendo en una ciudad más rica, más desarrollada y mejor equipada y dotada
que la modesta Almería que había dejado atrás. Y sin embargo, algo me estaba
apuntando a que, de alguna manera, había cruzado el umbral del tiempo hacia
atrás.
Tomada por los sublevados en los
primeros momentos, Granada dejó de ser republicana tres años antes que Almería.
De alguna manera los usos y normas de la España nacional católica, estaban allí
como más consolidados, como si hubieran estado vigentes desde siempre.
Cuánto
me llamaba la atención una escena concreta que se producía en la plaza de la
catedral los domingos a mediodía, cuando con ocasión de la misa mayor se
congregaban allí varios grandes automóviles, pulcros, relucientes, poderosos.
Eran
conocidos sus dueños: los Mengánez, los Perengánez, los Zutánez, quienes se
hacían conducir por sus chóferes desde sus domicilios, algunos a pocos minutos
a pie de la catedral.
5. El bullicio estudiantil
En
aquella Granada era muy visible y notable la población universitaria. No
conozco las cifras pertinentes, pero en mi recuerdo debían ser altas, lo que se
corresponde con el hecho de que en toda Andalucía sólo existían dos
universidades: Granada y Sevilla, más una facultad de medicina en Cádiz
Los estudiantes, alojados en pensiones,
residencias y casas particulares, contribuían visiblemente a la economía de la
ciudad. Llamaba la atención la gran cantidad de anuncios de hospedaje que
colgaban de fachadas y balcones, y así mismo la abundancia de casas de comidas,
tanto en la calle San Juan de Dios, como en San Antón, Mesones y el núcleo
circundante a Bib Rambla.
En el
clásico paseo vespertino de los domingos, entonces mayormente en la calle Reyes
Católicos, los estudiantes participaban en buen número, aportando vitalidad y
algazara.
Otro trabajillo que tuve, ya en el
último trimestre del curso, y éste sí que lo atendí puntualmente por ser por
las tardes, fue una clase particular de bachillerato en el barrio del Albaicín
a una chica, hija de un suboficial del ejército. La clase me la proporcionó
Paco Beltrán.
Paco Beltrán, paisano, vecino,
condiscípulo y gran amigo, se hallaba en Granada, luchando heroicamente contra
su carencia de medios para cursar la carrera de medicina. Pero él se había
instalado bastante mejor que yo. Alistado como voluntario al Ejército, había
logrado destino en unas dependencias militares ubicadas en la ciudad, donde
disfrutaba de albergue y manutención, y
horas libres para asistir a sus clases.
A Paco
Beltrán, plenamente consciente de mis carencias, le debo la cena de algunas
noches. Recuerdo que yo silbaba bajo la ventana de su cuartel, y al poco él
bajaba con una ración del rancho consumido allí aquella tarde.
6. Fin de
curso
Y llegaron los primeros calores, empezaron
a celebrarse exámenes de finales de curso, y la ciudad fue perdiendo animación
y vitalidad. Mi estancia debió durar hasta finales de junio, desaparecidos ya
los tropeles de estudiantes que a diario transitaban a o desde las facultades a
horas regulares. Aquel bullicio se había transmutado en un tranquilo, perezoso
hormigueo de granadinos fijos. Era Granada
a medio gas.
En física y en química coseché calabazas,
y en química y biología sendos aprobados. No era un resultado para echar las
campanas al vuelo, pero teniendo en cuenta que me había incorporado a las
clases con tres meses de retraso, podía darse por aceptable, y así lo vio algún
compañero que me animó a regresar el curso siguiente.
Pero yo ya tenía decidida la renuncia y
el plan a seguir. Yo ya sabía que lo mío eran las letras, en las que sí que me ilusionaba
graduarme. Claro que mi problema económico seguía siendo el mismo, necesitaba
una beca o algún tipo de ocupación remunerada que me permitiera dedicarme al
estudio, un ingreso fijo, fiable y mínimamente suficiente. La azarosa
precariedad de mi estancia en Granada no me apetecía repetirla.
¿Qué hacer? ¿Por dónde encaminarme? Una
vía se abrió por sí sola unos meses antes. La Marina Española me comunicó que
se aproximaba la fecha en que tenía que incorporarme para cumplir el período de
servicio militar obligatorio. Entonces, acogiéndome a la normativa vigente,
pedí una prórroga por estudios hasta el mes de julio.
A partir de entonces tendría techo y
sustento asegurados durante dos años, más posible destino en el Ministerio de
Marina, en Madrid, ciudad en la que confiaba abrirme paso.
Reintegrarme al núcleo familiar, tratar
de radicarme en Almería con paciencia y prudente realismo, como la mayoría de
jóvenes de mi nivel económico, es algo que nunca me tentó. Porque además de
aspirar a hacer estudios superiores, yo soñaba con viajar, con conocer mundo.
La sola idea de echar tan joven raíces en mi ciudad, entonces tan aislada, tan
pacata y tan levítica, me desolaba.
Así que, un día de finales de junio
debió ser, todavía con las cumbres de Sierra Nevada pintadas de blanco, me
encaminé por la frondosa avenida del Triunfo hacia la estación del ferrocarril,
para ir a pasar con mi familia en Almería, los días que me quedaban antes de
incorporarme a la Marina. Atrás quedaban los entrañables tranvías, las aguas del
Darro y el Genil y las estrechas, sombrías calles del meollo histórico, tan
acogedoras. Sería lo que más me ilusionó reencontrar quince años después,
cuando regresé a Granada para ejercer de catedrático de lengua inglesa en el
Instituto de Segunda Enseñanza, Ángel
Ganivet.
Por las razones que en seguida se verán,
arranca esta crónica de la ciudad de Madrid en el otoño de 1950, cuando en su
paisaje urbano empieza a dominar el “Edificio España”, que cubre aguas el 21 de
octubre. Su alzada de 100 metros fue
celebrada a bombo y platillo, pues dejaba chico al edificio de la Telefónica,
el más alto de la ciudad durante veintisiete años, construido durante la
monarquía de Alfonso XIII.
El
nombre de la nueva atalaya no podía estar más acorde con la euforia patriótica
a que el régimen franquista -o “Movimiento- venía dando rienda suelta desde la
terminación de la Guerra Civil en abril de
1939; en realidad desde julio de 1936 en
la llamada “Zona Nacional”.
En verdad, el mes había empezado con la denominada
“Fiesta de Exaltación de Franco a la Jefatura del Estado” o “Día del Caudillo”,
en la que el general daba una recepción
en el Palacio de la Granja al Cuerpo Diplomático y a personalidades de
distintos ámbitos de la sociedad. Era una de las regulares ocasiones en que el
dictador podía recrearse con las más encendidas loas en la prensa y la radio.
Como las que el diario Arriba, el órgano de la Falange insertó
en su primera plana el 1 de octubre:
FRANCO, SÍ; FRANCO, SÍ
Franco, Caudillo de España, recibe hoy el gran homenaje
de la general familia española. Hoy se celebra, más que cualquiera de sus dotes
para el mando político o militar, su carácter de Caudillo en esta imperiosa singladura del país. Como uno de los grandes hombres de su siglo, y
acaso el mayor de España en los últimos tiempos, el pueblo festeja hoy con su
nombre esa altísima unidad que corresponde no sólo a quien guía y manda la
gente de guerra, sino quien manda y guía a la gente de paz.
………..
En Franco se dan todas y cada una de las virtudes de la
raza hispánica, la templanza, el valor, la piedad y el rigor; la frugalidad y
la elegancia, el buen sentido y el arranque inspirado de los mejores modelos en
el gobierno de los pueblos.
………..
.-S.S.
Justo un mes más tarde, el 1 de
noviembre, Arriba titulaba en su
portada:
ESPAÑA TRIUNFA EN LA O.N.U A PESAR DE LA OBSTRUCCIÓN
SOVIÉTICA
La recomendación de retirada de embajadores, retirada
La aludida recomendación, por la
que sólo quedaron en Madrid los embajadores de El Vaticano, Portugal, Irlanda,
Suiza y Argentina, llevaba en vigor desde el 9 de febrero de 1946.
Qué júbilo
debió sentir el día de la revocación el dictador, quien se hallaba realizando
un viaje por el África occidental bajo dominio español y por las Islas
Canarias.
Al
regresar a Madrid el día 5, “Centenares
de personas aclamaron al Caudillo a su
paso por las calles de la capital”. Y, como era obligado, “En el
aeropuerto de Barajas fue cumplimentado por el Gobierno y autoridades”.
El día 14, llega
Madrid el embajador del Perú. Fue el primero en retornar a una capital donde todavía
se mezclaba lo urbano con lo rústico;
donde por sus calles circulaban burros y carros, en convivencia con escasos,
vetustos automóviles y renqueantes tranvías que se deslizaban con penoso temblor de su caja, normalmente
atestada de sufridos pasajeros.
Eran aquellos
carruajes como almas en pena que clamaban retirada y descanso, y ya había
surgido un competidor, un nuevo vehículo de transporte urbano, el trolebús, que
también tomaba la electricidad de unos cables aéreos, pero que no necesitaba
raíles.
El día 8 de diciembre cayó una formidable
nevada sobre Madrid, un espectáculo portentoso que por primera vez vio el autor
de esta crónica. Fue una mañana al despertar, desde su cama en el hospital
militar Gómez Ulla, recién operado de anginas. Con los árboles, el suelo y los
tejados cubiertos de aquella espuma blanca, fue como sentirse unos instantes en
otro país.
Debió ser unos días después cuando me
dieron el alta clínica y me reintegré al
cuartel del Ministerio de Marina, en la plaza de Cibeles. Allí residía yo desde
el 2 de septiembre, en calidad de marinero de reemplazo de la Armada Española,
a la que me había incorporado en julio (¿) de ese año.
De julio a septiembre había pasado tres
meses en el Cuartel de Instrucción de Cartagena, procedente de la Comandancia
de Marina de Almería, en la que me hallaba inscrito a efectos de servicio
militar obligatorio.
Lo más corriente era cumplir aquella
obligación en el Ejército de Tierra, pero mi padre en algún momento me encaminó
hacia la Marina, seguramente pensando que iba a disfrutar de un cómodo destino
que me permitiera seguir estudiando. Tenía relación y amistades en la
Comandancia de Marina de nuestra ciudad, Almería. Y recuerdo que yo figuraba
enrolado en un barco pesquero; debía ser un requisito para ser llamado a filas
por la Armada. En cualquier caso, en los veinte meses que duró mi servicio
militar, fui siempre un “marinero de secano”-nunca pisé un barco, a excepción
de un bote en el que hice unas prácticas de remo en Cartagena.
Al provinciano que llegaba por primera
vez a Madrid, una de las cosas que más maravillaban era el metro. Así me
sucedió a mí y a la mayoría de los reclutas que juntos pusimos pie en la
capital, de tal manera que una de nuestras grandes diversiones durante las
primeras semanas fue viajar en el metro, sin importar mucho adónde se iba.
Y una de mis primeras imágenes de
Madrid está localizada en el Jardín Botánico, al pie de cuya verja
corría un largo banco de piedra, que por las tardes era asiento de docenas y
docenas de parejas que, a la caída de la tarde, encontraban allí gratuito lugar
para arrullarse.
Avenida arriba, en el sector Castellana,
al llegar las ocho y media o las nueve del véspero, los andenes se poblaban de
enamorados que abandonaban los frescos bancos de piedra. Yo no había visto
nunca tantas parejas juntas, y lo más llamativo era que la masa se pusiera en
pie y empezara a moverse como obedeciendo a una orden tácita, dejando pronto el
entorno vacío, sólo ocupado por las mudas siluetas de los plátanos.
La mujer tenía que recogerse, llegar a casa
para la santa hora de la cena. Era como si todas las chicas de Madrid fueran
internas de un convento en el que regían severas horas de entrada y salida.
El amor estaba
vigilado, era sospechoso. De noche podía ocurrir todo, así que lo más seguro
era regresar a casa temprano.
Una parte de
los ciudadanos tenía unos ingresos muy por encima de la mayoría, como
demostraba la abundancia de servicio doméstico, que se pagaba con habitación y
mantenimiento, y un raquítico sueldo.
Las criadas y
los soldados podían considerarse una clase aparte, con sus lugares de paseo,
encuentro y diversión.
Las sirvientas
solían librar los jueves y los domingos por la tarde, y su presencia era
numerosa en los lugares céntricos, como la Puerta del Sol y la Plaza Mayor.
Aquí y en sus aledaños, sobre todo los domingos, acudían a encontrarse estas chicas con paisanas y paisanos, la
mayoría de estos, soldados.
Los uniformados
de rango inferior, como yo, éramos unos extraños fuera del cuartel, pero entre
las muchachas del servicio doméstico gozábamos de la aceptación natural que
correspondía a nuestra edad.
Me doy cuenta
ahora que los soldados propiamente dichos ofrecían una imagen un tanto tosca
para el trato con las chicas. Llevaban vestimenta basta, antiestética y mal
cortada. Los marineros en cambio disponíamos de uniformes cortados a nuestra
medida, aparte de suficientes juegos de ropa interior. Se nos controlaba la
higiene y no era fácil salir del cuartel sin aparecer presentable y aseado. Los
marineros disponíamos de tres uniformes: de faena, de invierno y de verano. No
cabe duda que la Armada disfrutaba de un presupuesto adecuado para la
vestimenta de sus fuerzas.
Éramos muy
pocos proporcionalmente los marineros que andaban por las calles de Madrid,
siendo vistos a veces como una nota colorista y exótica. Y entre las chicas, al
avistar un marinero, se estilaba exclamar, “¡Marinerito!”, acompañado de un
pellizco.
Planteábamos también una
jocosa curiosidad en el elemento femenino. Como en nuestros pantalones no se
veía bragueta ni ningún tipo de apertura, se preguntaban cómo librábamos “el
miembro” para cumplir sus funciones.
Al contrario que muchos de
mis compañeros de cuartel, yo no recibía ninguna ayuda económica de la familia,
ni contaba con ningún ahorro, y a la distancia de sesenta y cinco años, es un
misterio para mí cómo me costeaba los viajes en metro y mi escote de vino o
vermut de grifo, una tarde a la semana con algún compañero.
Nos pagaban al mes cinco o
seis pesetas, desde luego, y tengo, la
vaga idea de que, no fumador entonces, revendía la ración de tabaco que me
correspondía, comercio que ya practiqué en la vida civil.
Pasados un buen puñado de
meses empecé a disfrutar de un pequeño estipendio, procedente de unas clases de
refuerzo que daba por las tardes a la niña de un ordenanza del Ministerio.
En el desván de
las vivencias personales conservo una foto de aquel período inicial. Lector asiduo,
no tardé en buscar dónde satisfacer un hábito que me venía de familia, y vine a
dar con una biblioteca popular, situada en la calle Mayor, muy al final. Y una
tarde que interrumpí mi lectura para tomar un tentempié, me metí en una especie
de bodegón de la convergente calle Sacramento. Había una concurrencia bastante
numerosa, distribuida en grupitos, cada uno alrededor de un barril de vino
puesto de pie, y lo que era el mostrador del establecimiento se hallaba al
fondo. Allí me sirvieron una botella de vino de un cuarto, con un tapón
perforado por un canutillo para beber a gollete: no se utilizaban vasos en
aquella taberna, una costumbre sabia, muy práctica para sus particulares
clientes quienes, como al poco observé, eran todos ciegos. Qué sensación tan
fuerte me produjo este hecho. Allí estaba yo, dueño de la luz y del espacio,
mientras todos los demás se hallaban sumidos en la oscuridad. Un aleatorio
capricho del destino nos situaba en dos mundos diferentes: más que afortunado
el mío; aciago el suyo.
Las tardes estaban cerrados
los negociados del Ministerio y los marineros quedábamos reintegrados a la vida
puramente cuartelera. Un día nos daban una charla de higiene, otro hacíamos
ejercicios físicos, un ensayo contra incendios, etc. Yo, y otros muchos según
pude observar, realizábamos aquellos deberes con desgana, con la renuencia que
provocan las obligaciones impuestas. A las siete, por fin, sonaba el brioso
toque de corneta que avisaba para la cena, y después de ésta, correctamente uniformados,
se nos permitían unas horas de paseo.
Día a día, aquella vida tan
regimentada, tan ajena a todo estímulo intelectual, empezó seguramente a
ensombrecer mi estado de ánimo. Hasta que a las siete de la tarde, si mal no
recuerdo, sonaba la corneta, que con brioso acento, anunciaba la hora de cenar. Después de la cena, correctamente uniformados, se nos permitían unas horas de paseo.
Pronto hice algunos amigos, estudiantes
como yo, con los que me juntaba en las horas de asueto.
Pero aquel régimen tan estricto, rígido e
insoslayable me fue poco a poco acongojando, si bien hice de tripas corazón. Hasta
que empecé a sentir dolor de garganta, seguido de fiebre. Me fui a la
enfermería y el capitán médico me mandó al hospital militar para ser operado de
anginas.
Creo que estuve internado
en el susodicho hospital tres semanas
largas, y allí me repuse física y síquicamente. Olvidé el opresivo ambiente del
cuartel, tomé comida sabrosa -la del Ministerio era detestable- me relajé y
leí. La noche que volví a meterme en mi litera del cuartel, me noté fortalecido
frente a la estricta rutina de la vida militar, que seguramente me había estado
afectando.
(Fragmento)
(Fragmento)
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