miércoles, 2 de octubre de 2013

Claudio Rodríguez recordado



Lo conocí a mediados de los sesenta en una cena de clausura de un
curso de verano. Él, conferenciante de poesía; yo, profesor de lengua
española para extranjeros. Gran poeta laureado, en plena juventud y
talento, fue en aquella celebración la estrella.
No sé si coincidimos silla con silla, pero el caso es que hablamos y
recuerdo que yo me sentía como elevado, como con derecho a
acaparar su atención y comunicarle mis filias y fobias de toda índole, en
el fondo actuando como si la proximidad física llevara aparejada la
igualdad intelectual. La juventud es particularmente vulnerable a estos
delirios, a los que los famosos deben estar acostumbrados.
Ignorante de su poesía, no le dediqué el menor comentario ni
halago, comportándome en todo momento como un sábelotodo
hipercrítico, y al mismo tiempo con la llaneza propia de una amistad
de toda la vida-otros sabrían decirme si este era un sentimiento que
Claudio inspiraba en los demás.
Después de varios años sin vernos, empezamos a coincidir
esporádicamente en un club deportivo. Nos cruzábamos, él con su
bolso y pala de frontón, yo con el mío y raqueta de tenis.
-Me gustaría que me enseñaras unas nociones de tenis-me decía.
-Con mucho gusto.
-Tenemos que quedar.
-Cuando quieras.
Nunca se celebró la inconcretada partida, y yo seguía sin leer
su poesía. Mejor dicho, en una ocasión abrí un poemario suyo y a los
varios minutos lo cerré. Me pareció aquella poesía una rebuscada
divagación.
Lo que sí comprobé, inesperadamente, fue algo que había intuido
desde el principio, la excepcional hondura humana de Claudio
Rodríguez, que era en definitiva, ahora lo veo claro, el motivo de mi
gran estima.
Fue un día que entré en el Café Gijón, más conturbado de lo que
me creía por un problema personal. Desde el centro del salón atisbé
donde acomodarme, encontrándose mis ojos con los de Claudio
Rodríguez, que departía en una de las mesas laterales. Al instante se
incorporó y se vino hacia mí.
-A ti te pasa algo, ¿no?
-No, nada.
-Te pasa. Ven a sentarte con nosotros, no estés solo.
Aquella tarde de conversación debió distraerme de mis cuitas, pero
más que nada me hizo bien el gesto solidario de Claudio.
A mediados de los noventa se vino a vivir a mi barrio, por donde
entraba y salía de los bares; bebía compulsivamente, creo que ya
estaba alcoholizado. Nos encontrábamos de vez en cuando y
hablábamos de cualquier cosa, nunca de poesía. ¿Se acordaba ya de
cuando nos conocimos? ¿Recordaba mi nombre? Casi seguro que no,
pero en nuestros casuales encuentros yo notaba aún brillar la llama
amistosa de hacía treinta años.
Se fue de la vecindad, perdí el contacto y, cuando murió, lo sentí de
manera muy personal, como alguien que pierde un preciado recuerdo.
Hace un par de años un poeta animador me invitó a participar en un
homenaje a Claudio Rodríguez. No fui; no me veía con títulos para
hacerlo.
Hace unos meses he reencontrado a Claudio Rodríguez, y estoy
emocionado. Está entero y verdadero en sus versos, donde antes yo no
sabía verlo.
José Siles Artés
23-3-07

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