JOSÉ ECHEGARAY. SUS RECUERDOS




LOS RECUERDOS DE JOSÉ ECHEGARAY
(Conferencia pronunciada el 23-09-2016, con ocasión del centenario de Echegaray, en el Ateneo de Madrid)

José Siles Artés


            Los  Recuerdos de Echegaray aparecieron primero en sucesivos capítulos en las revistas, La España Moderna y Madrid Científico. En 1917 los publicó en tres volúmenes la imprenta Ruíz Hermanos, de la plaza de Santa Ana de  Madrid. En este último formato se basa la siguiente reseña.
José Echegaray e Izaguirre nació en 1832 en Madrid, pero se crió en Murcia, de donde tendrá sus primeros recuerdos, que se refieren  a los últimos años de las Primera Guerra Carlista, o “Guerra Civil”, como él la llama, coincidente con la regencia de María Cristina. Las turbulencias de aquella guerra no afectaron de pleno a la ciudad de Murcia,  pero algunos incidentes violentos se le quedaron grabados en la memoria al niño para siempre. Hasta hace repetida mención de ellos en el tercer tomo de sus memorias, cuando ya tenía 77 años.
          Nuestro autobiógrafo pertenecía a una familia acomodada de la ciudad. Su padre era un médico de prestigio, además de profesor del Instituto. Hombre sabio y de recio carácter, andaba por Murcia empuñando un bastón de “caña de Indias con borlas y puño de oro”, que su hijo consigna ser de uso habitual entre los médicos de la época. Parece que ciertos profesionales tenían a gala distinguirse con algún tipo de símbolo específico. En seguida aludiré a otro caso.  
            El Dr. Echegaray, zaragozano de origen, era un hombre muy competente en su profesión, pero también en humanidades. Y  como nos contará en su momento José, su familia lo había encauzado hacia la carrera de obispo, con el mismo denuedo que él rechazaba tan pío destino, hasta que un buen día desapareció, se lo tragó la tierra.  Mas once años después resurgió, convertido en médico de profesión. Trabajando de mozo en el Hospital Clínico de Madrid, había cursado aquella carrera con titánico esfuerzo.
            El Dr. Echegaray habría tenido en estos tiempos un estupendo automóvil, pero en su época podía permitirse el equivalente, una tartana, tirada por una robusta mula y conducida por un criado para todo. El mismo con el que el niño José salía a la calle y el mismo que hacía de auriga hasta Cartagena, cuando la familia se desplazaba allá a pasar las vacaciones de verano. Con cuánta nostalgia recuerda Echegaray aquellos viajes, y cómo  el puerto de la Cadena, toda la familia lo ascendía a pie para dar alivio a la mula.
            Aquel niño fue el más aplicado de su colegio. Pero qué severa institución. Se tenía a los alumnos por unos alborotadores natos, a los que había que tener permanentemente amenazados con castigos físicos. El maestro se paseaba de arriba abajo con unas disciplinas al hombro y una palmeta, coloreada por la piel de tantas manos infantiles sonoramente azotadas. A él nunca le tocó tal caricia. Sus padres tenían severamente advertido al maestro que jamás le propinara aquel castigo, que debía ser sustituido por una información  de cualquier mal comportamiento. Pero nunca hubo ocasión para ello, el niño cumplía ejemplarmente.
            Menos sañudo era el profesor de latín, quien sustituía aquellos instrumentos disciplinarios por un pescozón y un tirón de orejas. Eso sí, sin contemplaciones.
            A los catorce años de edad concluyó nuestro protagonista su etapa escolar, y entonces ingresó por sus grandes méritos en la Escuela de Ingenieros de Caminos, de Madrid, donde cada curso lo aprobaría con el número uno. En septiembre de 1853, poco después de cumplir los veinte años, saldría titulado como Ingeniero Segundo, con destino en el distrito de Granada.
            Para incorporarse a su puesto, emprende viaje a Granada aquel invierno. Fueron tres días y tres noches seguidas, siempre sentado. Y enfundado en el uniforme de ingeniero de caminos.
            Su puesto en realidad estaba en Almería, pero al llegar a Granada se encontró con que entre estas dos ciudades no existía carretera. El trayecto no se podía hacer en vehículo de ruedas. Así que lo hizo a lomos de un caballo y guiado por un peón caminero.
        A este brillantísimo joven ingeniero le correspondió en Almería  tarea tan insulsa como supervisar la bastante chapucera construcción de una escollera  y alguna otra tarea de poca monta. Tenía a su disposición una barca tripulada por un marinero y, como pasatiempo, el joven hacía a veces de timonel en prudentes paseos por la rada, pero hombre de tierra adentro, la navegación pronto empezó a aburrirle; como las vueltas por el Paseo, o las horas en el Casino y, aunque encontraba evasión en largas lecturas,  cada vez más echaba de menos a su Madrid, tan vivo, tan vario, tan rico en actividades culturales y amistades interesantes. La comida de la  fonda almeriense, además, le repelía.
            En este joven tan formal, tan sabio, tan modélico, educado en una torre de marfil,  ya estamos echando de menos alguna frivolidad, algún devaneo, alguna cana al aire. Natural, pues, que decidiera ir a holgarse a la feria de Sevilla, lo que emprendió en compañía de un colega, un ingeniero de minas. Lo malo es que éste resultó ser por lo menos tan inexperto y tan tímido como él, como cuenta nuestro protagonista con mucho sentido del humor, más de cincuenta años después.
           El viaje era por mar hasta Cádiz, y de allí a Sevilla por tierra. Y fue en un barco, en un “vapor” como llama varias veces el autor. Había unas líneas regulares entre los grandes puertos andaluces. Y ya a bordo, comenta Echegaray:
            “En la cubierta nos quedamos largo rato sin saber qué hacer de nuestras personas. Al fin yo, como el más intrépido, formulé esta atrevida pregunta: “Me parece, amigo  A, que debemos preguntar por nuestros camarotes” (1, 162).
 Les costó un supremo esfuerzo dar el paso, con la mala fortuna además de que estaban ya ocupados, alegando el capitán que el barco venía lleno desde Valencia.
 Otro sufrimiento, muy superior, fue el de bajar al comedor. Ninguno de los dos quería exponerse a las miradas curiosas de los comensales. Durante un buen rato estuvieron sufriendo en la indecisión, hasta que, aprovechando que otro viajero tardío descendía sin complejos, se escudaron tras él para hurtar su aparición.
            El vapor hizo escala en Málaga antes de arribar a Cádiz, y de allí por tierra siguió Echegaray hasta Sevilla, donde se quedó una semana.
            De vuelta en Almería empieza José a ser víctima de unas fiebres recurrentes, esporádicas, conocidas con el nombre de “tercianas”. Fueron unos meses terribles, hasta que al futuro se abrió una puerta de gran esperanza. Consiguió que lo destinaran a Palencia, de modo que pronto dejaba atrás la remota y aburrida Almería. Y en Madrid, donde su padre ocupaba ya plaza de médico, éste le curaría pronto las insufribles tercianas.
            El viaje de Almería a Madrid, lo hizo por mar hasta Cartagena, de aquí “en pocas horas a Murcia”, y de allí en 24 horas hasta Aranjuez, donde debía tomar el tren para Madrid, pero se torció el plan.
            Al tomar la diligencia en Murcia, ya se enteraron los pasajeros que estaba en marcha una sublevación de la que las noticias eran todavía confusas. Pero al día siguiente, ya cerca de Aranjuez, les cuentan que ha habido una batalla cerca de Vicálvaro, ganada por el general O’Donnell al mando de varios generales insurrectos más, y que está prohibido el paso en dirección Madrid. Afortunadamente, el joven Echegaray consigue un salvoconducto de Ros de Olano, uno de los generales sublevados, gran amigo de  Echegaray padre. La etapa restante, hasta Madrid, la harán en “ómnibus”.
         El José Echegaray joven es además de un profesional de excepcional competencia e inteligencia, un dechado de caballerosidad, un romántico auténtico, y un sentimental. A Madrid llega de Aranjuez de madrugada, y con el encargo de un oficial sublevado, de visitar a su joven esposa y comunicarle, por favor, que se encuentra perfectamente, que a pesar del sangriento choque de Vicálvaro, no ha sufrido  ni un rasguño. No necesitó el caballero ingeniero más para verse heroico mensajero de la que sin duda sería una   doliente bella dama, y a las siete de la mañana ya estaba tirando de la campanilla de su puerta con impaciente vigor. Pero la puerta no se abrió, sino un enrejado ventanuco, tras el que una desabrida maritornes le preguntó qué quería a aquella horas de la mañana en que la señora dormía. Ante su insistencia de que era heraldo de un urgente recado, todo lo que consiguió fue una cita para las dos de la tarde. Fue una anti romántica ducha fría: aquella dama no era al parecer la enamorada esposa del  sufriente, gallardo oficial, su marido. No obstante, nuestro bizarro emisario regresó a la hora fijada. La dueña de la casa era, sí, bella, pero no se mostró nada preocupada por el estado de su marido, preguntado tan sólo: “¿Y qué piensan hacer esos locos?”(1, 271). El alma se le cayó a los pies al joven caballero. ,
            La “Revolución de O’Donnell” ocasionaría el acostumbrado trasiego de cargos en distintas esferas; como en la Escuela de Ingenieros de Caminos, propiciando el que nuestro protagonista ocupase allí plaza de profesor de Estereotomía, más la función de secretario del centro. Nunca tomó posesión en Palencia.
  Con el tiempo varió de asignatura, de modo que llegó a impartir todas las de la carrera: normalmente dos, a veces tres. En la Escuela permanecía de nueve de la mañana a cuatro de la tarde. Le traían de casa la fiambrera y almorzaba a las doce en un aula y solo. Tristes almuerzos que le hacían añorar los alegres años de estudiante en el mismo centro.
           Su sueldo aquí se componía entonces de 9.000 reales por ingeniero segundo, más tres mil reales por cada una de las dos clases que impartía-“desempeñaba”, dice él. Entonces, nos da a conocer, ni bebía, ni fumaba, ni jugaba. Su sueldo se lo entregaba íntegro a su madre, y sus gastos seguían siendo como en su época de estudiante: el teatro, la zarzuela, la ópera.
           A lo largo de su autobiografía no tiene empacho nuestro ingeniero en resaltar sus buenas prendas y su amor propio. Todos sus logros se los debe a sus propias dotes y nunca pidió nada para sí, aunque mucho para los demás. Lo suyo, por otra parte, es llamar al pan pan, y al vino vino , lo que le  ocasionó tropiezos en algunas ocasiones. 
            Un punto de inflexión en su vida y en su carrera se sitúa seguramente cuando a los veinticinco años se casa.  A los veintiséis ya tiene una niña, y comenta que sus ingresos le dan escasamente para llevar la vida de clase media que requería su rango profesional y social.
            Sobre estos años cincuenta de su siglo, hace Echegaray un elogio de los cinco  que gobernó el partido de la Unión Liberal, liderado por O`Donnell. Estima que era un término medio entre el moderantismo histórico y los partidos democráticos avanzados. Lo considera un quinquenio de prosperidad y de cambio, en que se  llevó a cabo la desamortización y se liberó  una gran cantidad de capital, que fue destinado a obras tan básicas como la construcción de la red ferroviaria. Y alaba la tolerancia política, que permitió el debate y la propagación de ideas avanzadas. Fue cuando el Ateneo estuvo en todo su apogeo, especialmente su sección de Ciencias Morales y Políticas, como foro de debate, con figuras tan relevantes como Castelar y Moreno Nieto entre otros . “¡Qué época tan hermosa-exclama-, tan llena de vida, de ilusiones y de esperanzas! Dentro, combatientes, amigos fuera” (1, 357). Y añade: “En el Ateneo y en la Bolsa, los jóvenes y los viejos marchábamos en buena armonía…”. Él estaba alistado junto a los librecambistas, muy influido por su colega y amigo Gabriel Rodríguez, por el que leyó un libro que le sedujo, Armonías económicas, de Bastial. Lee a otros autores, lee a Proudhon, y funda con Gabriel Rodríguez el periódico, El Economista.
            Andando el tiempo, Echegaray va a colaborar muy estrechamente con el partido democrático, cuyos “jefes naturales” (1, 353) eran Nicolás María Rivero, Pi i Margall, Figueras, Castelar y Martos. En la revolución  democrática de septiembre del 68 tuvieron un papel fundamental, apoyados por dos grandes centros de propaganda: El Periódico  de Rivero y el Ateneo. El primero “era el elemento de combate, el verdadero elemento político,  pero el centro intelectual y filosófico era el Ateneo de Madrid” (1, 354).  Y asegura: “… aquellas discusiones del Ateneo eran por entonces tan ardientes y tan importantes como las propias sesiones del Congreso de los Diputados” (1, 356). No deja de aludir, por otra parte, a la influencia de los krausistas en esta gestación, destacando a Canalejas, “notable por su espíritu filosófico y elevado” (1, 354).
Su vida, nos dice ya en el tomo II, transcurrió sin grandes cambios hasta el año 60, en que viajó por primera vez a París. Fue comisionado para recoger información técnica sobre el túnel que se estaba construyendo para perforar los Alpes. De camino, en la provincia de Castellón contempló un eclipse total del sol, coincidiendo con una alarma de cólera en Valencia. Viajaba con él su mujer, que se sintió indispuesta durante un largo trayecto en diligencia, pero sin declarar nunca su malestar, por miedo a causar el pánico del cólera entre los pasajeros. Superó la señora en horas su dolencia, embarcaron en Valencia hasta Marsella, y de allí a París, donde se hospedaron en el Gran Hotel del Louvre. Enfrente, el palacio del emperador Napoleón III, casado con la española Eugenia de Montijo. Al emperador se referirá varias veces el autor con admiración. París le deslumbra, causándole rendida admiración la grandiosidad de sus bulevares. Hacen también una escapada a Londres, donde le llaman la atención la niebla tenaz, que no permitía ver los extremos de las calles; éstas, cubiertas de lodo. Las chimeneas las ve como “gorras coloradas”, y señala de los edificios el estar levantados sobre fosos; es decir, el contar con un piso por debajo del nivel de la calle. De vuelta en el continente, pasarán por Basilea y Estrasburgo, y finalmente Turín, del que celebra la buena comida de la fonda. Echegaray es un gastrónomo, que tiene buena memoria para la  comida, buena o mala que le toca en sus viajes. Y ya llega por fin al túnel de Mont Cenis, para conocer las perforadoras que están utilizando. Lleva una carta de recomendación, pero no le permiten levantar un croquis. No importa, puede contemplar el ingenio a placer, y luego en su hotel  lo dibujará, consiguiendo plasmarlo a la perfección, como las circunstancias y el tiempo revelarán.
            De regreso a España aquel año 60, Echegaray da cuenta de actividades que transvasan su mera dedicación pedagógica. Convencido librecambista, debate y conferencia apasionadamente tanto en la Bolsa como en el Ateneo.
          A sus treinta años, nuestro ingeniero profesor y economista, era ya una figura de gran prestigio, como lo avala el hecho de que es de nuevo comisionado, esta vez a Londres, para escribir una memoria sobre la famosa Exposición Internacional en 1862.
            De esta misión nos ha dejado unos recuerdos de viaje, que vistos desde la hora actual, pueden resultar interesantes. Pasando el “Estrecho”, como él llama al Canal de la Mancha, no se libró de marearse, causándole indignación la escena de vomitonas en las escupideras que la naviera ponía a disposición de los pasajeros.
            Alojada la Exposición en el palacio de Kensington, se pasaba allí las mañanas, y por las tardes regresaba con su mujer. La comida inglesa les horrorizaba y comían en un restaurante francés. Lástima que los domingos no abría hasta que terminaban los oficios divinos. Pero, comenta: “… en Londres la molestia se redujo a retrasar el almuerzo una hora; en Madrid la molestia es mucho mayor, porque todos los domingos me veo obligado a comer pan duro, y no comprendo, por más que me devano los sesos, en qué la Unión Liberal  podrá contribuir al progreso y al bienestar de la clase obrera el que yo coma pan duro los domingos. ¿Qué misteriosa relación existe entre la cuestión social y la mayor o menor dureza del panecillo? Si hay quien está dispuesto a comprarlas, aunque sean más caras, este contrato, libre y por todas las señas, lícito y honesto, ¿en qué puede perturbar el orden social?” (2, 140).
            Un día, estando en Londres, recibió un telegrama de su gran amigo y compañero de carrera, Leopoldo Brockman (escrito “Brookman” en los Recuerdos), pidiéndole que se presentara urgentemente en París.
            Registró Echegaray en este libro un buen número de historias de amigos y conocidos, y de todos estos personajes ninguno es posiblemente tan interesante, tan singular, como Leopoldo Brockman, quien ahora le llamaba para la realización de un proyecto de ingeniería tan grandioso como fantástico. En nueve o diez días (¿) urgía plasmar sobre el papel la hechura de un ferrocarril que iba a servir para atravesar el Canal de la Mancha. Era una especie de gran torre, con raíles fijados al fondo del mar, en profundidad de unos 60 metros. Nada menos que el emperador Napoleón III era el destinatario de aquel boceto, que le había ensalzado el banquero don José de Salamanca. Y a éste le había seducido Brockman, quien trabajaba para Salamanca por aquel entonces en el trazado de líneas ferroviarias en Italia (2, 178-187). Pues bien, presentado el invento a los técnicos franceses, fue considerado inviable, y a partir de ahí parece que se deterioró la buena relación entre Salamanca y Brockman.
            Siendo todavía veinteañeros, Brockman contagió a Echegaray el venenillo de escribir teatro; y en paralelo con él compuso éste su primera obra dramática, en verso, a la que tituló, La Cortesana, que fue rechazada y la destruyó (1, 330-351).
A lo largo de sus memorias, Echegaray va alumbrando tanto las vicisitudes de su carrera teatral, como sus ideas sobre la dramaturgia.
Su segundo drama, en verso, al que califica de “tremebundo” (1,388) no lo escribió hasta doce o catorce años después (1. 334).  Tampoco llegó a representarse (2, 22).
            Para mejorar su economía se empecinaría en triunfar en el teatro (2. 21), y así escribió un tercer drama, La hija natural, inspirado en un drama de Schiller (2, 24-26), que se representaría doce o catorce años después (2, 23).
            Apasionado espectador del teatro de su tiempo, Echegaray fue un admirador incondicional de Tamayo  y Baus (1, 293-298), aunque volviendo la vista atrás cuarenta años después, se burla de su melodramática escuela: “… mi teoría en aquella época era ésta: “El arte es el  dolor, hacer sufrir, ser objeto, y el espectador más simpático sería el que, de pura emoción, se muriese de repente” (1. 336)
Cree nuestro dramaturgo por otra parte, que  “Al público español lo que más le gusta en el teatro es la acción dramática. La descripción de un carácter, por regla general le cansa” (1, 217).
Y sobre sus reacciones, nos confiesa que cuando fracasa un drama suyo, le dura poco la consternación, mas cuando no puede resolver un problema  de matemáticas se desespera (1, 286).
            En estos Recuerdos, volverá a aparecer Brockman, genio y figura. Empezó a escribir un drama mano a mano con Echegaray, pero luego se retiró. No era desde luego la idea de una pieza de contenido social que él había propuesto al principio, y así quedó el campo libre para Echegaray, quien entonces la continuó y la concluyó (2, 196-200), y con el título de La última noche, conocería el éxito unos diez años después).
            Del 62 al 68, Echegaray manifiesta que recuerda muy poco, con la excepción de su ingreso en la Academia de Ciencias Exactas. Fue elegido sin mediación ninguna por su parte, como en cualquiera de los cargos que ocupó, recalca (2, 271). Su discurso de ingreso, “Historia de las matemáticas con aplicación a España”, sostenía que no hemos tenido matemáticos de primer orden, lo cual le acarreó algunos desencuentros.
            Aborda nuestro autor por fin  la revolución de septiembre del 68, la famosa “Gloriosa”, también conocida como “La Gorda”. Durante meses fue un acontecimiento esperado, haciéndole comentar: “… el calor es un gran estimulante para esta clase de explosiones” (2, 304). A los que vivimos la Guerra Civil del 36-39, especialmente, nos recuerdan algo estas palabras.
            Echegaray no recuerda por qué se encontraba aquel verano en París, aunque sí consigna una visita a sus catacumbas y a sus alcantarillas (2, 137). Estando en San Juan de Luz con su mujer poco después, la revolución era ya un hecho inminente. Luego Prim desapareció  de su refugio en Bélgica , los generales implicados habían desembarcado en Cádiz y el general Izquierdo iniciaba el movimiento.
            Ya se hallaba el matrimonio Echegaray en Madrid, cuando la revolución triunfaba con la victoria del general Serrano y la derrota del general Pavía, historiada por el pueblo con esta conocida coplilla, transcrita por nuestro autor: En el puente de Alcolea/la batalla la ganó Prim. Huye Isabel II a Francia y Prim hace una entrada apoteósica en Madrid.
            José Echegaray, nombrado Director General de Obras Públicas, se implica entonces en la política activa. Lo recomendó Laureano Figuerola a Manuel Ruiz Zorrilla, flamante ministro de Fomento. Este acepta el método de trabajo que su subordinado le somete, así como la licencia de nombrar los colaboradores que el ingeniero estimara más competentes. Fue condición sine qua non. Las presiones para nombrar allegados de los nuevos gobernantes eran enormes, dejando bien claro nuestro autor que nunca cedió, y al respecto comenta: “Llevaban los liberales de entonces más de doce años alejados del poder… Los empleados puestos por los partidos rivales caían a miles” (2, 380). Durante dos horas diarias se veía obligado a firmar oficios en los que se comunicaba a los afectados: “cesante” o “nombrado”. De tanto firmar se le fue la rúbrica, no podía recordarla, y tuvo que inventarse una nueva (2, 386).
            En el Ministerio de Fomento nuestro ingeniero llevó a cabo medidas tan importantes como la Ley  de Quiebras y Convenios de Ferrocarriles (3, 292), la reforma de la Escuela de Ingenieros de Caminos y el proyecto de bases para las obras públicas 3,102).
            Hablando de aquella revolución después de unos cuarenta años, el autor hace una esquemática presentación de los partidos implicados en ella. Estaba el partido republicano federal, con figuras tan recias como Castelar, Salmerón, Pi i Margall y Figueras. Y enfrente,  tres formaciones que aceptaban la monarquía: el Progresista, el Demócrata y la Unión Liberal. El primero, el Progresista, era el portador de las esencias de las Cortes de Cádiz. Aspiraba a una monarquía a la inglesa, y su líder era el general Prim. El Partido Demócrata se basaba en grandes ideas, contando con muchos krausistas y figuras de gran talla, como Rivero, Martos, Gabriel Rodríguez, Moret y Canalejas. Al partido Demócrata se adhirió Echegaray, si bien como independiente, diríamos hoy. La Unión Liberal la componían militantes de los ejércitos, de la administración y figuras de renombre, como el periodista Lorenzana y los literatos Ayala y Núñez de Arce (3, 42).
            Durante un año las Cortes Constituyentes se dedicaron a redactar la que recibiría el nombre de Constitución del 69, inspirada mayormente, señala Echegaray, en los principios del partido Demócrata, y que abordó tres grandes problemas: monarquía o república, los derechos individuales y la cuestión religiosa. “Duró poco más de tres años y sin embargo será inmortal” (3, 188), afirma.
            Aquella tarea legisladora mantuvo unidos a los partidos revolucionaros, pero a partir de entonces empezaron agrios enfrentamientos. Había que encontrar rey y los pareceres eran diversos. Sucesivas candidaturas, como la don Fernando de Portugal, el duque de Montpensier, el duque de Génova y el príncipe Leopoldo de Hohezollern-Sigmarigen,  terminaron frustradas por unos u otros motivos. Este último fracaso afectó mucho a Prim, el jefe del Gobierno, muy cercano al  cual llegó a estar Echegaray, ya miembro del Gabinete de ministros, como titular de Agricultura.
             Por fin el general Prim logra comprometer a Amadeo de Saboya, pero para entonces los ánimos de los distintos sectores del Congreso estaban muy enconados. Nunca concibió nuestro autobiógrafo que alguien quisiera asesinar a Prim, pero sí que le viene al recuerdo una escena de banco azul unos días anteriores. Fue cuando un diputado (Director de Instrucción Pública), Manuel Merelo, se acercó al general y le pidió abiertamente que no regresase siempre a casa por el mismo camino, que su seguridad podía estar mucho mejor asegurada si su coche cambiara constantemente de ruta. No le pareció conveniente al general tardar más tiempo del debido en recorrer la pequeña distancia que le separaba del Congreso hasta el palacio de Buena Vista en la calle de Alcalá; y también  consideró que aquella era una precaución nada valiente. Hasta que unos días después, en la que hoy se llama calle del Marqués de Cubas, entonces calle del Turco, un carro se atravesó, y desde él le dispararon a placer. Echegaray, que vivía en la calle del Barquillo, fue de los primero miembros del Gobierno que puedo acudir muy pronto al palacio de Buena Vista. No tuvo ocasión sin embargo de ver al herido. Se decía que había conocido a uno de los tiradores, pero no había dado el nombre. Era incierto que pudiera sobrevivir, pero mientras tanto urgía recibir a  Amadeo de Saboya, que llegaba a Cartagena, y Echegaray fue uno de los encargados de tal misión, consignando que en cada estación durante el viaje, daba un discurso a las autoridades locales y al pueblo, expresando su confianza en la recuperación de Prim, y animando a mostrar adhesión y afecto al nuevo monarca. Ya en Cartagena la comitiva supo por telegrama el fallecimiento de Prim, encontrándose además con una ciudad que rechazaba la “solución Amadeo” y se volcaba por la instauración de un federalismo cantonal. Oficialmente se creía además que  Antonete Gálvez,  el líder de aquella revolución, planeaba cometer un atentado contra el nuevo rey. Los comisionados tomaron por la tarde todas las precauciones posibles para no alarmar ni afrentar a don Amadeo, hasta el punto de que el banquete de bienvenida había de ser a bordo de la fragata en que llegaba. Y en ella había de dormir. “Y ya muy avanzada la noche nos separamos, buscando cada uno unas horas de descanso”, dice Echegaray, dando fin con esta frase a sus Recuerdos, que comprenden hasta  enero de 1871, cuando tenía 39 años. Todavía le quedaban por vivir 44 de vida muy activa y exitosa, como los que comprenden su triunfo como dramaturgo, llegando a ser distinguido con el premio Nobel, en 1904.
            Ingeniero, profesor, dramaturgo, matemático. Entre todas estas facetas suyas, la predilecta fue las matemáticas, la que ya desde niño le deslumbró, y a la que le habría gustado dedicar más tiempo.
            Hay variadas reflexiones en estos Recuerdos, intercaladas entre los hechos de su protagonista. Y una, que brota de vez en cuando, es la comparación entre el antes y el ahora. O sea, entre las creencias e ideas de la España de la segunda mitad del XIX y la de comienzos del XX, que Echegaray está viviendo, ya octogenario. Desde entonces acá, afirma: “Lo que ha variado son los ideales. Antes dominaba la nota filosófica e idealista… Hoy domina la tendencia positivista” (3, 51). Entonces, además, se aspiraba a la libertad y la iniciativa individual, de tal modo que “El Estado era para todos nosotros sospechoso” (3, 5). Hoy por el contrario todo el mundo cree en la eficacia del Estado (3, 56). “Veremos lo que el siglo XX con su socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente, y su Estado motor, providencia, tutor y niñera (3, 57).
Sin embargo, un poco más adelante parece poner en duda su fe individualista, pues se pregunta: “Socialismo, individualismo, ¿dónde está la verdad?” (3, 60).
                           


           


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