Soñamos
desde que tenemos uso de razón. La infancia es toda un puro sueño, y su
realidad una fantasía.
Empezamos a
forjar proyectos en la adolescencia y, en mayor o menor medida, los mantenemos
a través de la edad adulta, cosechando triunfos y fracasos.
Los sueños
pueden durar la mayor parte de la vida, pero lo normal es que en la edad
mediana, un buen número de ellos, o todos, empiecen a perder su magnetismo. Es
entonces cuando un sol empieza a levantarse en el pasado.
Poco a
poco, recuerdos archivados, vivencias subestimadas, llaman a la puerta del
presente y las dejamos entrar admirados. Sucesos, experiencias y realizaciones
que antaño fueron bien modestas y vulgares, son ahora fulgurantes estrellas de
nuestra memoria. El pasado se hace sueño cuando empieza a apagarse el presente.
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