No estoy acostumbrado a
que al comprar mi periódico habitual, el quiosquero no se digne a contestar a
mi saludo, tanto al llegar como al despedirme. Por eso me cambié de vendedor,
aunque me ocurrió tres cuartos de lo mismo. Sentí el impulso de probar en un
tercer puesto de prensas, pero es que en la localidad en cuestión no lo había.
¿Por qué aquella descortesía? ¿Por el particular cariz político de mi
periódico? No es a lo que estoy acostumbrado ni mucho menos en la gran ciudad,
donde no soy muy fiel cliente de un quiosco en particular, sino que varío entre
cuatro o cinco, según la ruta que lleve cada día. Y lo general es ser bien
recibido, frecuentemente con sociabilidad, con algún comentario más o menos
jugoso, liviano, cordial. Y veo que ese es el trato normal, con independencia de la cabecera del
periódico que el comprador recoja del expositor. Y además, qué sana coincidencia
de preferencias contrapuestas: “Yo leo
el diario A y usted lee el diario Z: muy bien, que le aproveche”. Y enfrente el
quiosquero, irremediable conocedor de la particular ideología de sus
parroquianos.
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