Desayunar fuera de casa me supone un cambio apetecible; es
salirse de la rutina, aunque la mayoría de las veces obedezca a la nada grata
ocasión de hacerse un análisis de sangre. Y así es como me he encontrado ayer
ante una humeante taza de café con leche y una crujiente tostada con
mantequilla y mermelada. Estaba la cafetería a tope, todos los taburetes ocupados,
y casi todas las mesas, y los dos camareros del lugar daban a duras penas
abasto. Trajinaban como rayos, pero pagar era casi un forcejeo en el momento de
evacuar. Qué fácil me sería irme sin pagar. Lo he visto clarísimo, imposible
que advirtieran mi escapada durante unos minutos, si es que llegaran a advertirla.
Durante cinco minutos largos se me ha acelerado el pulso de emoción, de
tentación transgresora, y al final me he rendido, teniendo que forzar al
camarero para que me cobrara. La verdad, he salido a la calle decepcionado de
mí mismo.
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