jueves, 20 de junio de 2013

Las cartas bocarriba


Nos conocemos desde hace treinta años. Entonces había un tabernucho en el barrio donde daban chatos de vino con cacahuetes y el tabernero era un hábil hablador, a la par con el parroquiano del que escribo: ingenioso y socarrón. Hombre muy cortés, me saludaba con tanto afecto como si nos conociésemos de siempre. La tasquilla cerró, cerró la gestoría que regentaba este hombre y, de vez en cuando, yo lo veía entrando o saliendo de algún bar. Tuvo una enfermedad grave y caminaba ayudado por su mujer y una hija. Superó el hachazo y, con pupila traviesa, me confió que a hurtadillas de su familia, todavía se daba algún tragos. A todo esto yo no he conocido nunca su nombre ni él tampoco el mío. Y últimamente nuestros encuentros se han producido en torno al kiosco de prensa de la esquina. Me lo he encontrado con su periódico bajo el brazo, enrollado, de manera que no se puede ver la cabecera. Tampoco puede él ver el periódico que llevo, porque lo meto en un bolso, con el pan y alguna otra pequeña compra. Hasta que hoy, por fin, las cartas han quedado bocarriba. Hemos coincidido exactamente en el instante en que cada uno estaba eligiendo su periódico a los pies del kiosko. Nos hemos mirado, nos hemos sonreído, nos hemos saludado. Pero los periódicos que leemos son absolutamente antagónicos.  ¿Qué porvenir espera a nuestra mutua simpatía?

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