El chino de la esquina me es muy
útil en algunas ocasiones en que vuelvo a casa tarde y no me apetece emplear 15
o 20 minutos en ir al supermercado, cuatro manzanas más allá.
Son minúsculas las compras que hago,
como un cartón de leche, unos yogures, una botella de vino. Se trata de hacer
puente con el día que ya necesitamos encargar un pedido completo.
Tenemos otros dos chinos cerca. Uno
lo regenta una pareja muy joven, y el otro una pareja cuarentona. Los primeros
hablan español muy bien. Los segundos, sólo la mujer sabe decir y entender lo
indispensable. Ella es también la que despacha, él siempre está sentado frente
a una pantallita devorando vídeos en chino.
El chino de la esquina es un
cincuentón, o quizá ya en los sesenta, como su mujer, pequeña, risueña que sabe
unas cuantas palabras, como los números, y dice “tles” y “cuatlo”. El marido
pronuncia mucho mejor, pero se expresa con un estricto ahorro
sintáctico, cuando no de vocablos.
-Buenos
días.
Silencio.
-¿Tiene
queso de Burgos?
Abre
una vitrina fría y saca una cajita:
-Queso.
-No,
esto no es queso de Burgos. Es nata.
Me
mira. Hurga más adentro y extrae una cuña de queso:
-Queso.
-No,
no, gracias. ¿Me da un cartón de leche semidesnatada?
-Me
señala con el brazo a un rincón de la tienda.
Obedezco
la indicación.
-Y
una botella de vino.
Encara
una estantería y va pasando la mano por las botellas.
-¡Ese!
¿Cuánto vale?
-Cuatro.
-Vale.
Le
pago, lo mete todo en una bolsa de plástico, me la entrega y me despido.
-¡Adiós!
Silencio.
¿Le
importa que compre en su tienda? Supongo que sí, pero no lo parece, no lo
aparenta.
Tampoco
me conoce cuando nos cruzamos en la acera más temprano; él empujando el carrito
de la compra, procedente del supermercado con los artículos que luego me vende.
Y va con la cabeza alzada, los ojos presos de melancolía, perdidos en remotas
latitudes y años, pisando un suelo en el que siempre se sentirá extraño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario