viernes, 17 de abril de 2015

COMPRANDO EN CHINO


            El chino de la esquina me es muy útil en algunas ocasiones en que vuelvo a casa tarde y no me apetece emplear 15 o 20 minutos en ir al supermercado, cuatro manzanas más allá.   
            Son minúsculas las compras que hago, como un cartón de leche, unos yogures, una botella de vino. Se trata de hacer puente con el día que ya necesitamos encargar un pedido completo.
            Tenemos otros dos chinos cerca. Uno lo regenta una pareja muy joven, y el otro una pareja cuarentona. Los primeros hablan español muy bien. Los segundos, sólo la mujer sabe decir y entender lo indispensable. Ella es también la que despacha, él siempre está sentado frente a una pantallita devorando vídeos en chino.
El chino de la esquina es un cincuentón, o quizá ya en los sesenta, como su mujer, pequeña, risueña que sabe unas cuantas palabras, como los números, y dice “tles” y “cuatlo”. El marido pronuncia mucho mejor, pero se expresa con un estricto ahorro sintáctico, cuando no de vocablos.
            -Buenos días.
            Silencio.
            -¿Tiene queso de Burgos?
            Abre una vitrina fría y saca una cajita:
            -Queso.
            -No, esto no es queso de Burgos. Es nata.
            Me mira. Hurga más adentro y extrae una cuña de queso:
            -Queso.
            -No, no, gracias. ¿Me da un cartón de leche semidesnatada?
            -Me señala con el brazo a un rincón de la tienda.
            Obedezco la indicación.
            -Y una botella de vino.
            Encara una estantería y va pasando la mano por las botellas.
            -¡Ese! ¿Cuánto vale?
            -Cuatro.
            -Vale.
            Le pago, lo mete todo en una bolsa de plástico, me la entrega y me despido.
            -¡Adiós!
            Silencio.
            ¿Le importa que compre en su tienda? Supongo que sí, pero no lo parece, no lo aparenta.
            Tampoco me conoce cuando nos cruzamos en la acera más temprano; él empujando el carrito de la compra, procedente del supermercado con los artículos que luego me vende. Y va con la cabeza alzada, los ojos presos de melancolía, perdidos en remotas latitudes y años, pisando un suelo en el que siempre se sentirá extraño.

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