Piso el umbral del
supermercado y allí me saluda el muchacho negro de siempre:
-Buenos
días, señor.
-Buenos
días.
Y
cuando salgo:
-Adiós,
señor.
-Adiós.
A la puerta de una de las iglesias del barrio me aborda por
las mañanas un fornido mozo para ofrecerme
unos paquetitos de kleenex.
En la acera del
mercado una atractiva chica me pide para comprar leche para su niño.
Junto a los escalones
de la conocida cafetería que mira al parque, otra mujer joven, con pañuelo a la
cabeza y falda campesina, me dice “comer, comer”, con lastimero acento.
Junto al primer paso
de peatones que cruzo por las mañanas, se sienta un joven cetrino, en la flor
de la edad, algo desaliñado, con una caja de cartón en la que se ven varias
monedas menores. Alza la cabeza, me mira, pero no dice palabra.
El
otro día, a unas manzanas de allí, mientras yo caminaba, me han saludado:
-Buenos
días, señor.
Era
otro joven negro, desde el quicio de otro supermercado, junto al que a veces
paso, pero en el que nunca entro.
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