Versos sencillos (VII)
En su prestigiada Antología de la poesía española e
hispanoamericana (1934 y 1961), Federico de Onís destaca que José Martí (1853-1895)
no es solamente “el gran héroe nacional” de Cuba, sino también una figura
excepcional en el plano literario, la cual le merece este notable elogio: “..
su arte arraiga muy suyo en lo mejor del espíritu español, lo clásico y lo
popular, y en su amplia cultura moderna donde entra por mucho lo inglés y lo
norteamericano; su modernidad apuntaba más lejos que la de los modernistas, y
hoy es màs válida y patente que entonces”. Yo me contento aquí con hacer un
comentario de un pequeño poema suyo perteneciente a Versos sencillos, incluido en la
citada antología, con la intención de invitar a leer o releer a este gran
poeta.
VERSOS
SENCILLOS
VII
Yo
tengo un amigo muerto
que
suele venirme a ver:
mi
amigo se sienta y canta:
canta
en voz que ha de doler:
“En
un ave de dos alas
bogo
por el cielo azul:
un
ala del ave es negra,
otra
de oro Caribú.
El
corazón es un loco
que
no sabe de un color:
o
es su amor de dos colores,
o
dice que no es amor.
Hay
una loca más fiera
que
el corazón infeliz:
la
que le chupó la sangre
y
se echó luego a reír.
Corazón
que lleva rota
el
ancla fiel del hogar,
va
como barca perdida,
que
no sabe adónde va.”
En
cuanto llega a esta angustia
rompe
el muerto a maldecir:
le
amanso el cráneo; lo acuesto;
Acuesto
el muerto a dormir.
Tiene este poema una apertura misteriosa, que de súbito evoca el más
allá, el ignoto reino donde van los que dejan este mundo nuestro: Yo tengo
un amigo muerto”/que suele venirme a ver. ¿Se han ido para siempre esos
seres queridos? ¿Habitan en un lugar determinado? Si es así, ¿nos visitan?
¿Andan entre nosotros? Este difunto amigo del poeta, desde luego sí, porque se
sienta a su lado, y además le canta una canción.
Es un lamento, una confesión conflictiva, dimanada de un alma en pena
que vuela por el cielo sotenida por dos alas dispares; una negra, la otra “de
oro Caribú”.
También el amor vuela sobre dos alas, cada una de un color; y con sólo
un color no hay locura de amor.
Anida en el corazón la locura, una que se
consume en la infelicidad, en el dolor; pero hay otra locura, “más fiera”, que
como ave de rapiña, apresó, devoró, “y se echó luego a reír”.
Mas el amor loco no es el único que vive en
el corazón. Está también el amor a la familia, al hogar, que es manso y
acogedor, y cuando uno se desarraiga, cuando se rompe ”el ancla feliz del
hogar”, el corazón vaga atormentado y sin rumbo: como este muerto amigo, esta
alma desesperada, a la que no le queda más tregua que una caricia compasiva y
el reposo intermitente del dulce sueño.
Valiéndose de la ficción de un difunto atormentado, Martí hace un canto
de la naturaleza conflictiva del amor y
de las desdichas del corazón. Con extraordinaria habilidad las cuartetas se van
sucediendo, libres unas de las otras; independientes, autosuficientes
semántica, pero no temáticamente, formando las estrofas 3ª, 4ª y 5ª un núcleo bien tensado por la palabra “corazón”.
En conjunto, este poema se proyecta con un
perfil incuestionable, rara virtud
propia de los grandes maestros. Las palabras y los versos tienen una presencia
insustituible. Son ésos necesariamente, descartando cualquier alternativa sin
pérdida de calidad lírica.
“Yo tengo un amigo muerto”, posee un nimbo de
excelencia indefinible, impalpable, pero perceptible hasta para el lector más
lego. Los poetas populares-y Martí lo es-saben tocar a sus composiciones de ese
halo, que no sólo es hijo del talento, sino también de la maestría, del
conocimiento perfecto y superado del oficio, de poder utilizar las herramientas
para expresar lo que uno personalmente siente y ve. O dicho de otra manera, en
la escuela de Martí, al fin y al cabo la tradicional, el gran talento es el que
sobresale por encima de las normas métricas, normas que son un arma de doble
filo para la mayoría de los poetas.
Referente a versos concretos, hay varios para mí
destacables. En primer lugar el que alude al “oro Caribú”, dos palabras
conjuntadas en exótica eufonía que se quedan inmediatamente prendidas al oído.
Los dos versos finales del poema me parecen por otra razón geniales. Cuando el
muerto, angustiado, empieza a maldecir, el poeta interviene así: “le amanso el cráneo;
lo acuesto; /acuesto el muerto a dormir”. El último verso podría haber dicho “y
pongo el muerto a dormir”, pero al prescindir de “y”, valiéndose de la
repetición
de “acuesto”, hace una cabriola sintáctica perfecta.
Hoy los poetas se desviven por aportar innovaciones sintácticas.
José Siles Artés
27-2-2007
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