miércoles, 5 de octubre de 2016

UN MARINERO EN EL MANZANARES (4)

Las tardes estaban cerrados los negociados del Ministerio y los marineros quedábamos reintegrados a la vida puramente cuartelera. Un día nos daban una charla de higiene, otro hacíamos ejercicios físicos, un ensayo contra incendios, etc. Yo, y otros muchos según pude observar, realizábamos aquellos deberes con desgana, con la renuencia que provocan las obligaciones impuestas. A las siete, por fin, sonaba el brioso toque de corneta que avisaba para la cena, y después de ésta, correctamente uniformados, se nos permitían unas horas de paseo.
Día a día, aquella vida tan regimentada, tan ajena a todo estímulo intelectual, empezó seguramente a ensombrecer mi estado de ánimo. Hasta que a las siete de la tarde, si mal no recuerdo, sonaba la corneta, que con brioso acento, anunciaba la hora de cenar.
Después de la cena, correctamente uniformados, se nos permitían unas horas de paseo. Pronto hice algunos amigos, estudiantes como yo, con los que me juntaba en las horas de asueto.Pero aquel régimen tan estricto, rígido e insoslayable me fue poco a poco acongojando, si bien hice de tripas corazón. Hasta que empecé a sentir dolor de garganta, seguido de fiebre. Me fui a la enfermería y el capitán médico me mandó al hospital militar para ser operado de anginas.
Creo que estuve internado en el susodicho hospital tres  semanas largas, y allí me repuse física y síquicamente. Olvidé el opresivo ambiente del cuartel, tomé comida sabrosa -la del Ministerio era detestable- me relajé y leí. La noche que volví a meterme en mi litera del cuartel, me noté fortalecido frente a la estricta rutina de la vida militar, que seguramente me había estado afectando.



       1951
         


En algún apartado de mi expediente militar, debía constar que había iniciado una carrera universitaria, y posiblemente eso me valió para que no me encomendaran guardias o trabajos físicos.
Un buen día, como a otros marineros con más o menos estudios, me asignaron  la ocupación de “ordenanza”, adscrito a uno de los grandes departamentos del Ministerio, donde mi misión era llevar y traer  papeles de un despacho a otro despacho y, para variar, me encomendaban café y cigarrillos del bar.
 Debo decir ya que durante el curso académico 1949-1950, yo había residido en Granada,  cursando el primer año de la licenciatura de ciencias químicas. Mi paso por la Universidad de Granada, con dos asignaturas suspensas, no fue precisamente brillante, si bien en aquellos meses pude darme cuenta de que me había equivocado de carrera, que no me entusiasmaba la química, ni la física, ni las matemáticas. En definitiva, que llegar a ser un científico había dejado de ilusionarme. Lo mío, ya lo veía bastante claro, eran las humanidades, aunque no tenía todavía una predilección concreta. Dejaría las ciencias y me matricularía en la Facultad de Filosofía y Letras, pero había un gran problema: yo no tenía un real, mi familia vivía muy precariamente: sobrevivir lo lograban con grandes apuros. En Granada había vivido de una media beca de comedor y de unas horas de clases particulares que di; y había pasado hambre y frío. Lo había pasado mal, hasta el punto de que viendo aproximarse la fecha de mi reclutamiento, decidí acogerme a la posibilidad de contar con un techo y mantenimiento castrenses durante dos años, y después ya veríamos. De haber contado con medios económicos, qué duda cabe que habría solicitado la prórroga que normalmente se concedía a los estudiantes; o mejor todavía, me habría acogido a la posibilidad de hacer el servicio militar durante los veranos en las Milicias Universitarias.
En mis planes figuraba también el ser destinado a Madrid, al Ministerio de Marina. En Madrid, obviamente, tendría más posibilidades de abrirme paso que en la mayoría de las ciudades. Mi preferencia no era descabellada si se contaba con alguna “influencia”, palabra por entonces muy usada. Y yo hice uso de dos. Una, la del Comandante Jefe del Cuartel de Instrucción de Cartagena, Verdugo de apellido –no se me puede olvidar- al que expuse mi  pretensión, en amable entrevista que me concedió. También escribí a un ilustre jefe de la Marina, don Alfredo Saralegui, el fundador del Instituto Social de la Marina,  del que mi padre había sido colaborador. De él hablo un poco más adelante.
Instalado ya en el Ministerio, las mañanas se me hacían interminables. La mayor parte del tiempo la pasaba sentado en un banco de pasillo, a ratos charlando con Tomás y con Juncal, otro ordenanza funcionario, pero dependiente de un negociado contiguo. Los dos vestían uniforme y eran maestros en cuadrarse cuando pasaba por allí algún oficial. Juncal se leía el diario deportivo de cabo a rabo, y a veces daba cortos paseíllos. Tomás era más comunicativo y, desde el principio, asumió respecto a mí una relación protectora.

1 comentario:

  1. Los cuarteles son el modelo de disciplina que adoptan las instituciones educativas y las médicas, laborales y de custodia en general. Menos mal que un hospital relajaba, en aquella época, suficientemente las normas del cuartel y podía resultar reponible para el paciente.

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