lunes, 12 de diciembre de 2016

RECITAR, DECLAMAR

         ¿El poeta compone un poema para ser leído, o para ser oído? ¿O para las dos cosas?
         ¿El poema es una obra oral? ¿O es una obra gráfica? ¿O es necesariamente oral y gráfica?
        Se me han ocurrido estas preguntas con ocasión de recitar unos poemas en público. Por “recitar” quiero decir leer en voz alta, aunque “recitar” en la definición de la Real Academia de la Lengua sea “decir de memoria un poema o trozo de prosa artístico”. No en vano, “recitar” viene del latín “recitare”, en castellano “rezar, según el diccionario de María Moliner.
Por otra parte está el verbo “declamar”, del latín “declamare”, que se refiere a “recitar la prosa o el verso con la entonación, los ademanes y el gesto convenientes”, según el diccionario de la Real Academia. Muy clara está la explicación, pero queda muy lejos de estarlo la aplicación, como a menudo nos revela la práctica. Fácilmente se cae en una ampulosidad  más propia de la lectura de la prosa que de la recitación del verso.

Otro enemigo peligroso acecha también a éste, y  es que las exigencias comerciales no se andan con miramientos. Los poemarios se impone presentarlos a un auditorio, tienen que ser leídos selectivamente en alta voz: y es entonces cuando la poesía actual, abrumadoramente amétrica, sufre maltrato. Carente de pautas melódicas, sus alambicados matices formales y metafóricos pasan de largo. Sólo una minoría de entendidos es capaz de escuchar apreciativamente, mientras los demás atienden con más cortesía y vergonzante perplejidad que lírico disfrute. 

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