¿El
poeta compone un poema para ser leído, o para ser oído? ¿O para las dos cosas?
¿El poema es una obra oral? ¿O es
una obra gráfica? ¿O es necesariamente oral y gráfica?
Se me han ocurrido estas preguntas
con ocasión de recitar unos poemas en público. Por “recitar” quiero decir leer
en voz alta, aunque “recitar” en la definición de la Real Academia de la Lengua
sea “decir de memoria un poema o trozo de prosa artístico”. No en vano,
“recitar” viene del latín “recitare”, en castellano “rezar, según el
diccionario de María Moliner.
Por
otra parte está el verbo “declamar”, del latín “declamare”, que se refiere a
“recitar la prosa o el verso con la entonación, los ademanes y el gesto
convenientes”, según el diccionario de la Real Academia. Muy clara está la
explicación, pero queda muy lejos de estarlo la aplicación, como a menudo nos
revela la práctica. Fácilmente se cae en una ampulosidad más propia de la lectura de la prosa que de
la recitación del verso.
Otro
enemigo peligroso acecha también a éste, y
es que las exigencias comerciales no se andan con miramientos. Los
poemarios se impone presentarlos a un auditorio, tienen que ser leídos
selectivamente en alta voz: y es entonces cuando la poesía actual,
abrumadoramente amétrica, sufre maltrato. Carente de pautas melódicas, sus
alambicados matices formales y metafóricos pasan de largo. Sólo una minoría de
entendidos es capaz de escuchar apreciativamente, mientras los demás atienden
con más cortesía y vergonzante perplejidad que lírico disfrute.
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