El mendigo apostado a la
puerta de la iglesia frente a la que a menudo paso, luce hoy una magnífico
chaquetón de ante y un blando sombrero de fieltro, tipo señor rural. Es sin
duda un atuendo de grado sartorial superior al de la mayoría de los feligreses
que entran o salen por aquella puerta, no
faltando quien coloca algo -una moneda presumiblemente- en su mano.
Debe llevar dicho pobre aquí unos tres meses, lo que
suelen durar estos cancerberos, que aparecen y desaparecen sin solución de
continuidad, aunque alguno ha permanecido más tiempo, hasta varios años, como aquel
hombrecillo hablador que se decía antiguo marine norteamericano y
poseedor de gran hacienda en Puerto Rico, inicuamente confiscada, pero que la
justicia estaba a punto de restituirle dólar por dólar. Yo le escuché la
historia un par de veces, disfrutando de su puro acento jerezano.
Recién
llegados, se les ve más o menos desharrapados, pero al poco aparecen con
vestimenta de boyante burguesía, que calculo procede de un nutrido guardarropa
de la parroquia, almacén de donaciones de desechadas prendas de los propios
feligreses. Esto explicaría la singular estampa que componen tan necesitados
hombres,
No
custodia la puerta de la aludida parroquia solo un hombre, hay también una
mujer, siempre la misma. Yo la conocí joven y ahora
tiene canas y arrugas. Se apuesta en el quicio opuesto al del varón mendigo, pero
sentada en un anticuado sillón. Allí, armada de bolígrafo, resolvía pasatiempos,
pero desde hace algún tiempo lee libros. Y pronto, cuando se meta el frío decembrino,
la veremos luciendo algún ajado, pero soberbio abrigo de pieles.
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