Anteayer se celebró en la catedral de la Almudena un funeral por Rafael Flórez, El Alfaqueque. Por motivo de salud, no asistí. Me ha afectado su
muerte. Lo conocí en los últimos cincuenta o principios de los sesenta del
siglo pasado. Fue por medio de Fabián García Prieto, ateneísta como él y como
yo. “Tienes que conocer a Rafael Flórez”, me aconsejó, explicándome que se trataba de un escritor
madrileño, muy asiduo y conocedor de los círculos literarios de su ciudad. Yo
por entonces procuraba relacionarme en dicho ambiente. Me acogió con los brazos
abiertos, sin reservas, y comprensivo con mi ambición. En este
sentido, creo que nunca había tenido con nadie esa sensación tan inequívoca de
solidaridad en la vocación. Al mismo tiempo, una persona que sabía y quería escuchar,
que te aceptaba como eras y te animaba más o menos explícitamente a seguir
siéndolo. Su alias El Alfaqueque
significaba más de lo que parecía. Creía por principio en toda persona que
tuviera una aspiración artística, y la literatura en concreto era un mundo que
vivía con absoluta dedicación y pasión. Su hábitat era el de las tertulias literarias
de café y de los acontecimientos culturales de primera línea. Había escuchado a
grandes figuras tanto del 27 como del 98. Las décadas pasaron y él nos contaba
sus recuerdos con una luz y un gozo -aunque crítico a veces-, que nos
contagiaba. Nos hacía remontar sobre las inevitables miserias de la realidad de
cada día. Y qué fácil tenía la sonrisa: me dicen que la conservó hasta el
último día. Rafael, amigo, no contaba con esta mala noticia.
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