lunes, 29 de abril de 2019

AL PIE DE LA ALHAMBRA (1951) -1




Al pie de la Alhambra (1950) es un capítulo de mis memorias, que empiezo a publicar en este blog, en sucesivas entradas. Para servir de puente transcribo primero el último apartado de mi libro, Al pie de la Alcazaba (1943-1950), que tiene continuación en Un marinero en el Manzanares (1950-1953).


Fin de fiesta
El fracaso en las pruebas del Instituto de Previsión lo sentí en realidad como un gran alivio. Quedarme atado por un empleo burocrático a la levítica ciudad provinciana me habría amargado. De nuevo me hallaba ante el ancho mundo con todas las posibilidades abiertas.
La feria de Agosto del 49 Almería terminó, como es tradición, con una formidable explosión de cohetes, que para mí fue un aviso cargado de temor e inquietud. Sentí que mi período de reflexión llegaba a su fin, acuciándome el deseo de emprender la andadura de mi vida. Me ahogaba ya en Almería. Sentía además un vacío a mi alrededor. La cuadrilla se había dispersado. Unos habían dejado la ciudad para buscar mejor suerte, otros se hallaban cumpliendo el servicio militar, alguno había encontrado empleo. Sobre todo, habían tomado una determinación, iniciado una senda, un proyecto.
Pero ¿cuál era mi vocación? En aquellos meses, después de haberme leído por cuarta o quinta vez El libro de las carreras, vi por fin unos estudios que me ilusionaban, la licenciatura en Ciencias Químicas, con especial inclinación por la química atómica. La carrera se podía cursar en la universidad de Granada que, por proximidad quizá, por haber pisado ya sus galerías y sus aulas, se me aparecía como una meta acogedora.
Ahora bien, ¿cómo subsistir en Granada? Lo ideal sería conseguir una beca, pero las que salían a oferta pública eran muy pocas y por la vía de la Falange, cuyos afiliados tenían ventaja manifiesta. Lo mío, si quería mantener mi independencia, era encontrar algún trabajo que me permitiera asistir a clases, aunque no fuese a todas. Pero conseguir empleo era una empresa ardua, prevalentes aún los efectos de la Guerra Civil y sumida la economía en una numantina autarquía.
Paco Beltrán, con una situación económica similar a la mía, discurrió y consiguió, siempre tan inteligente, una manera de instalarse gratuitamente en Granada para iniciar la carrera de medicina por la que tenía clara vocación. No tuvo más que incorporarse por su quinta al ejército y, por medio de alguna amistad, supongo, lograr ser destinado a Granada, y además a una dependencia militar que le dejaba mucho tiempo libre.
No podía yo seguir sus pasos, porque de entrada tenía que cumplir tres meses de instrucción en un Departamento Marítimo. Mi padre me había inscrito tempranamente en la Armada, seguramente al objeto de que me destinaran en su momento a Almería.
Conocedor y partícipe de mis cuitas, a mi amigo Miguel Rabel se le ocurrió un expediente para conseguir un apoyo. A él le constaba que don Lorenzo Gallardo, el presidente de la Diputación Provincial tenía fijadas unas horas de audiencia en las que los ciudadanos muy pobres podían exponerle sus apuros y solicitar ayuda. Era un hombre muy religioso, que se tomaba en serio la caridad. A Miguel no le cabía duda que si me decidía, me iba a echar una mano, aunque no me aconsejaba pedir audiencia, juzgando más eficaz abordarle en plena calle. Y es así cómo una mañana me hallé en la calle del Padre Luque debe ser, esperando a que saliera de la iglesia de los jesuitas, donde oía misa a diario. Puntualmente lo vi aparecer por el fondo de la calle, grande, ensimismado. No pareció sorprenderse de mi intrusión, me miró con lejana curiosidad sin detener el paso, me escuchó en silencio, me hizo alguna pregunta y me remitió en su nombre a un negociado de la Diputación, donde me dijo que se estudiaría mi caso con la debida atención.
-Te van a conceder una beca-me predijo Miguel Rabel.
Así fue, y también asistí a un acto en el que estuvieron presentes otras personas agraciadas, algunas muy humildes. El Presidente nos estrechó la mano, hizo un breve discurso y luego estuvo departiendo con otras autoridades invitadas.
Yo habría salido inmediatamente para Granada, el curso estaba ya muy avanzado, pero para recibir el dinero había que esperar. Por lo visto no lo tenían aún disponible, había que “librarlo”. Es un verbo que siempre me ha llamado la atención. Me hace imaginar que el dinero es como un cautivo, y que hasta que no cumpla una cierta pena no puede ser “librado”. En este caso la redención no se había producido con la llegada de la Navidad, ni tampoco con el inicio del segundo trimestre escolar, por lo que, temiendo que me exponía a perder aquel curso, y desesperado ya por emprender mis planes, me dispuse a juntar recursos.
En mi maleta puse tres o cuatro o cinco flamantes libros de primero de derecho, que mi hermano Manuel, en pleno furor de creación literaria, y seguro de que las leyes no eran su vocación, me regalaba para vender de segunda mano. Por su parte mi hermano Juan me había dado una pequeña cantidad de dinero, arañada del presupuesto de la casa, a todo lo cual se juntaba la última retribución de mis clases particulares. Suficiente, en fin, para vivir un mes de pensión, en espera de que me pagaran la beca concedida-¿cuatro mil pesetas? Es una cifra que rescato de la memoria, pero que no me atrevo a certificar después de tantos años. En algún momento, no sé cuándo, el dinero fue “librado”, pero yo no llegué a coger ni una peseta. Mi madre lo cobró, empleándolo en aliviar los pertinaces apuros económicos de la familia. Una mañana de enero por fin, coincidiendo con la apertura del segundo trimestre escolar, tomé el tren con destino a Granada. Iba solo, por libre, pero acompañado de ardientes ilusiones y la emocionante resolución de que aquel era un viaje de no retorno. No sólo dejaba mi hogar para ir a estudiar en otra ciudad, sino que en adelante me incumbía buscarme la vida, como se suele decir.

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