1. Un becario
en Granada
A principios de enero de 1950 me apeé en la
estación ferroviaria de Granada, procedente de Almería capital. Venía
con la determinación de iniciar la licenciatura de ciencias químicas.
Me atraía especialmente la rama de
física química y la física del átomo. Soñaba con llegar a ser un científico de
renombre. Yo tenía entonces veinte años.
Para subsistir en Granada había
conseguido una beca de la Diputación de Almería, pero la concesión no se había
producido hasta hacía unos días. Y de ahí mi retraso, el curso había empezado
en septiembre.
Me habían adjudicado la beca, pero el
libramiento quedaba pendiente, y ni siquiera se habían comprometido a una
fecha, así que de momento tenía que tirar de mi propio bolsillo.
2. La
pensión San Carlos
Me instalé en una pensión de la calle
San Juan de Dios, San Carlos se llamaba, donde ya había parado cuando vine a
examinarme del Examen de Estado. Allí los huéspedes estaban a pensión
completa-los menos-o a simple alojamiento.
Era
desde luego un albergue muy barato, pues me recuerdo comiendo allí unas
semanas, hasta que agoté mi dinero y pasé al régimen de solo habitación, que
incluía el lavado de ropa.
Mi
habitación la compartía con un joven algo mayor que yo, quien sólo venía a
dormir, y los fines de semana
desaparecía. No logro recordar a qué se dedicaba, ni tampoco se me ha quedado
su nombre.
3. Mis
clases.
En
seguida me incorporé a las clases del primer curso de ciencias químicas, que tenían
lugar en el edificio central de la Universidad. Las asignaturas a aprobar eran
física, química, matemáticas y biología.
A
primera hora teníamos la clase de química, a cargo del profesor Rancaño, un
venerable catedrático que explicaba con claridad y sencillez. Por algo su aula
estaba siempre llena. Con el estudio y las clases de química disfruté desde el
inicio hasta el final del curso.
En
cuanto a las disciplinas de física y matemáticas, las seguía muy mal, y cada
vez se me fueron poniendo más cuesta arriba. Quizá el haber empezado aquellas
clases con un trimestre de retraso me creaba el problema.
Pero ¿por qué unas asignaturas las
entendía y disfrutaba estudiándolas, mientras otras me resultaban un calvario?
Yo me achacaba el fracaso a mí mismo, a mi propia ineptitud, nunca se me
ocurrió atribuirlo a los profesores respectivos. El dómine entonces era un
profesional indiscutible, en plena posesión de su ciencia y del arte de
enseñarla. Si el alumno no seguía sus disertaciones, ese era su problema. Pedir
la aclaración de un concepto, manifestar no haber entendido una explicación,
una impertinencia, una ofensa.
Con la asignatura de biología, que
impartía una señora de porte modesto y
algo más que mediana estatura, disfruté de cabo a rabo. Me enganchó la
descripción de la vida animal y la vegetal, tan claramente desplegada en el
libro de texto, del autor Salustio Alvarado.
Sin embargo, observar una hoja de árbol,
o una pata de rana por el microscopio era una práctica que me resultaba más
bien aburrida, Yo creo que fue en aquel laboratorio donde empecé a vislumbrar
que las ciencias experimentales no eran mi camino. Los aparatos, recipientes y
utensilios de que disponíamos estaban por otra parte en un estado cochambroso,
y el profesor encargado de aquellas clases tenía una actitud francamente
negativa. “Con la licenciatura de ciencias químicas os vais a morir de hambre”,
nos dijo más de una vez. Sospecho que se trataba del tipo de profesor auxiliar
con una remuneración ínfima, obligado al pluriempleo, servidumbre muy extendida
en el prolongado subdesarrollo de la posguerra.
Aquel laboratorio no estaba ubicado en
el edificio de la universidad, sino en el vecino hospital de San Juan de Dios,
apostaría.
En dicho hospital, tuve un día una
vivencia primigenia; de las que se instalan para siempre en la memoria. Por
invitación de algún amigo, estudiante de medicina, entramos dos o tres
compañeros de curso en una de las salas clínicas a presenciar un parto; el polo
opuesto, el de la muerte, ya lo había presenciado. Recuerdo cómo la mujer, tras
dar a luz nos miraba con orgullo por su vital proeza.
No disponía yo de sobra de tiempo para
cultivar amistades, pero sí que llegué a tener cierta relación con algunos
compañeros de clase.
Uno de ellos, Vicente, debió captar muy
pronto mi condición de estudiante a la cuarta pregunta que, según me declaró
varias veces, le era motivo de admiración. Él era hijo de un próspero hacendado
de la provincia de Jaén, y en Granada se alojaba en una residencia con todas
las comodidades que tenía un tufillo bastante católico. Vicente era desde luego un creyente cumplidor
y, más de una vez me sugirió que le acompañara a oír la misa dominical. Yo
siempre preferí encontrarle a la salida del templo, desde nos íbamos a
“chatear”, como se decía entones, y tomar sabrosas tapas granadinas. Él pagaba
siempre. Algún domingo por la tarde salimos también con dos paisanas suyas,
estudiantes de Magisterio.
Estaban alojadas en un convento de
monjas, con normas muy estrictas, y recuerdo haber abandonado el cine antes de
acabar la película, para que ellas pudieran recogerse a la hora prescrita.
Muy diferente, y alumno más atípico que yo era Salvador.
Tendría de diez a quince años más que sus compañeros: un hombre ya entrado en
la madurez, tanto física -tenía barriguita- como mentalmente. Salvador era de
Almería, como yo, pero estaba avecindado
en Granada, donde trabajaba de funcionario de una delegación gubernamental. Su
horario era incompatible con el de ls universidad, pero algunas mañanas se
escabullía más o menos tiempo de su oficina para asistir a clase. En realidad
seguía el curso mayormente por los apuntes y referencias que le pasábamos sus
amigos. Era muy bueno en fórmulas y ecuaciones y a mí me ayudó bastante.
Quedábamos en su casa después de comer y trabajábamos pegados a una mesa de
camilla. Allí estaba de huésped a
pensión completa, y muy bien atendido por la patrona, una señora mayor, y su
hija, una treintañera menuda, morena, de abultados ojos temerosos.
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