jueves, 2 de mayo de 2019

AL PIE DE LA ALHAMBRA (1951) -2


1.   Un becario en Granada

A principios de enero de 1950  me apeé en la  estación ferroviaria de Granada, procedente de Almería capital. Venía con la determinación de iniciar la licenciatura de ciencias químicas.
Me atraía especialmente la rama de física química y la física del átomo. Soñaba con llegar a ser un científico de renombre. Yo tenía entonces veinte años.
Para subsistir en Granada había conseguido una beca de la Diputación de Almería, pero la concesión no se había producido hasta hacía unos días. Y de ahí mi retraso, el curso había empezado en septiembre.
Me habían adjudicado la beca, pero el libramiento quedaba pendiente, y ni siquiera se habían comprometido a una fecha, así que de momento tenía que tirar de mi propio bolsillo.

2. La pensión San Carlos

Me instalé en una pensión de la calle San Juan de Dios,  San Carlos se llamaba, donde ya había parado cuando vine a examinarme del Examen de Estado. Allí los huéspedes estaban a pensión completa-los menos-o a simple alojamiento.
          Era desde luego un albergue muy barato, pues me recuerdo comiendo allí unas semanas, hasta que agoté mi dinero y pasé al régimen de solo habitación, que incluía el lavado de ropa.
          Mi habitación la compartía con un joven algo mayor que yo, quien sólo venía a dormir, y  los fines de semana desaparecía. No logro recordar a qué se dedicaba, ni tampoco se me ha quedado su nombre.


3. Mis clases.

          En seguida me incorporé a las clases del primer curso de ciencias químicas, que tenían lugar en el edificio central de la Universidad. Las asignaturas a aprobar eran física, química,  matemáticas y biología.
          A primera hora teníamos la clase de química, a cargo del profesor Rancaño, un venerable catedrático que explicaba con claridad y sencillez. Por algo su aula estaba siempre llena. Con el estudio y las clases de química disfruté desde el inicio hasta el final del curso.
          En cuanto a las disciplinas de física y matemáticas, las seguía muy mal, y cada vez se me fueron poniendo más cuesta arriba. Quizá el haber empezado aquellas clases con un trimestre de retraso me creaba el problema.
Pero ¿por qué unas asignaturas las entendía y disfrutaba estudiándolas, mientras otras me resultaban un calvario? Yo me achacaba el fracaso a mí mismo, a mi propia ineptitud, nunca se me ocurrió atribuirlo a los profesores respectivos. El dómine entonces era un profesional indiscutible, en plena posesión de su ciencia y del arte de enseñarla. Si el alumno no seguía sus disertaciones, ese era su problema. Pedir la aclaración de un concepto, manifestar no haber entendido una explicación, una impertinencia, una ofensa.
Con la asignatura de biología, que impartía una señora de  porte modesto y algo más que mediana estatura, disfruté de cabo a rabo. Me enganchó la descripción de la vida animal y la vegetal, tan claramente desplegada en el libro de texto, del autor Salustio Alvarado.
Sin embargo, observar una hoja de árbol, o una pata de rana por el microscopio era una práctica que me resultaba más bien aburrida, Yo creo que fue en aquel laboratorio donde empecé a vislumbrar que las ciencias experimentales no eran mi camino. Los aparatos, recipientes y utensilios de que disponíamos estaban por otra parte en un estado cochambroso, y el profesor encargado de aquellas clases tenía una actitud francamente negativa. “Con la licenciatura de ciencias químicas os vais a morir de hambre”, nos dijo más de una vez. Sospecho que se trataba del tipo de profesor auxiliar con una remuneración ínfima, obligado al pluriempleo, servidumbre muy extendida en el prolongado subdesarrollo de la posguerra.
Aquel laboratorio no estaba ubicado en el edificio de la universidad, sino en el vecino hospital de San Juan de Dios, apostaría.
En dicho hospital, tuve un día una vivencia primigenia; de las que se instalan para siempre en la memoria. Por invitación de algún amigo, estudiante de medicina, entramos dos o tres compañeros de curso en una de las salas clínicas a presenciar un parto; el polo opuesto, el de la muerte, ya lo había presenciado. Recuerdo cómo la mujer, tras dar a luz nos miraba con orgullo por su vital proeza.
No disponía yo de sobra de tiempo para cultivar amistades, pero sí que llegué a tener cierta relación con algunos compañeros de clase.
Uno de ellos, Vicente, debió captar muy pronto mi condición de estudiante a la cuarta pregunta que, según me declaró varias veces, le era motivo de admiración. Él era hijo de un próspero hacendado de la provincia de Jaén, y en Granada se alojaba en una residencia con todas las comodidades que tenía un tufillo bastante católico.  Vicente era desde luego un creyente cumplidor y, más de una vez me sugirió que le acompañara a oír la misa dominical. Yo siempre preferí encontrarle a la salida del templo, desde nos íbamos a “chatear”, como se decía entones, y tomar sabrosas tapas granadinas. Él pagaba siempre. Algún domingo por la tarde salimos también con dos paisanas suyas, estudiantes de Magisterio.
Estaban alojadas en un convento de monjas, con normas muy estrictas, y recuerdo haber abandonado el cine antes de acabar la película, para que ellas pudieran recogerse a la hora prescrita.
Muy diferente, y  alumno más atípico que yo era Salvador. Tendría de diez a quince años más que sus compañeros: un hombre ya entrado en la madurez, tanto física -tenía barriguita- como mentalmente. Salvador era de Almería, como yo, pero estaba  avecindado en Granada, donde trabajaba de funcionario de una delegación gubernamental. Su horario era incompatible con el de ls universidad, pero algunas mañanas se escabullía más o menos tiempo de su oficina para asistir a clase. En realidad seguía el curso mayormente por los apuntes y referencias que le pasábamos sus amigos. Era muy bueno en fórmulas y ecuaciones y a mí me ayudó bastante. Quedábamos en su casa después de comer y trabajábamos pegados a una mesa de camilla. Allí estaba de huésped a pensión completa, y muy bien atendido por la patrona, una señora mayor, y su hija, una treintañera menuda, morena, de abultados ojos temerosos.

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