martes, 11 de junio de 2019

AL PIE DE LA ALHAMBRA (1951) -7

6. Fin de curso              

Y llegaron los primeros calores, empezaron a celebrarse exámenes de finales de curso, y la ciudad fue perdiendo animación y vitalidad. Mi estancia debió durar hasta finales de junio, desaparecidos ya los tropeles de estudiantes que a diario transitaban a o desde las facultades a horas regulares. Aquel bullicio se había transmutado en un tranquilo, perezoso hormigueo de granadinos fijos.  Era Granada a medio gas.
En física y en matemáticas coseché calabazas, y en química y biología sendos aprobados. No era un resultado para echar las campanas al vuelo, pero teniendo en cuenta que me había incorporado a las clases con tres meses de retraso, podía darse por aceptable, y así lo vio algún compañero que me animó a regresar el curso siguiente.
Pero yo ya tenía decidida la renuncia y el plan a seguir. Yo ya sabía que lo mío eran las letras, en las que sí que me ilusionaba graduarme. Claro que mi problema económico seguía siendo el mismo, necesitaba una beca o algún tipo de ocupación remunerada que me permitiera dedicarme al estudio, un ingreso fijo, fiable y mínimamente suficiente. La azarosa precariedad de mi estancia en Granada no me apetecía repetirla.
¿Qué hacer? ¿Por dónde encaminarme? Una vía se había abierto por sí sola unos meses antes. La Marina Española me comunicó que se aproximaba la fecha en que tenía que incorporarme para cumplir el período de servicio militar obligatorio. Entonces, acogiéndome a la normativa vigente, pedí una prórroga por estudios hasta el mes de julio.
A partir de entonces tendría techo y sustento asegurados durante dos años, más posibilidad de destino en el Ministerio de Marina, en Madrid, ciudad en la que confiaba  abrirme paso.
Reintegrarme al núcleo familiar, tratar de radicarme en Almería con paciencia y prudente realismo, como la mayoría de jóvenes de mi nivel económico, es algo que nunca me tentó. Porque además de aspirar a hacer estudios superiores, yo soñaba con viajar, con conocer mundo. La sola idea de echar tan joven raíces en mi ciudad, entonces tan aislada, tan pacata y tan levítica, me desolaba.
Así que, un día de finales de junio debió ser, todavía con las cumbres de Sierra Nevada pintadas de blanco, me encaminé por la frondosa avenida del Triunfo hacia la estación del ferrocarril, para ir a pasar con mi familia en Almería, los días que me quedaban antes de incorporarme a la Marina. Atrás quedaban los entrañables tranvías, las aguas del Darro y el Genil y las estrechas, sombrías calles del meollo histórico, tan acogedoras. Sería lo que más me ilusionó reencontrar quince años después, cuando regresé a Granada para ejercer de catedrático de lengua inglesa en el Instituto de Segunda Enseñanza, Ángel Ganivet.

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