6. Fin de
curso
Y llegaron los primeros calores,
empezaron a celebrarse exámenes de finales de curso, y la ciudad fue perdiendo
animación y vitalidad. Mi estancia debió durar hasta finales de junio,
desaparecidos ya los tropeles de estudiantes que a diario transitaban a o desde
las facultades a horas regulares. Aquel bullicio se había transmutado en un
tranquilo, perezoso hormigueo de granadinos fijos. Era Granada a medio gas.
En física y en matemáticas coseché
calabazas, y en química y biología sendos aprobados. No era un resultado para
echar las campanas al vuelo, pero teniendo en cuenta que me había incorporado a
las clases con tres meses de retraso, podía darse por aceptable, y así lo vio
algún compañero que me animó a regresar el curso siguiente.
Pero yo ya tenía decidida la renuncia y
el plan a seguir. Yo ya sabía que lo mío eran las letras, en las que sí que me
ilusionaba graduarme. Claro que mi problema económico seguía siendo el mismo,
necesitaba una beca o algún tipo de ocupación remunerada que me permitiera dedicarme
al estudio, un ingreso fijo, fiable y mínimamente suficiente. La azarosa
precariedad de mi estancia en Granada no me apetecía repetirla.
¿Qué hacer? ¿Por dónde encaminarme? Una
vía se había abierto por sí sola unos meses antes. La Marina Española me
comunicó que se aproximaba la fecha en que tenía que incorporarme para cumplir
el período de servicio militar obligatorio. Entonces, acogiéndome a la
normativa vigente, pedí una prórroga por estudios hasta el mes de julio.
A partir de entonces tendría techo y
sustento asegurados durante dos años, más posibilidad de destino en el
Ministerio de Marina, en Madrid, ciudad en la que confiaba abrirme paso.
Reintegrarme al núcleo familiar, tratar
de radicarme en Almería con paciencia y prudente realismo, como la mayoría de
jóvenes de mi nivel económico, es algo que nunca me tentó. Porque además de
aspirar a hacer estudios superiores, yo soñaba con viajar, con conocer mundo.
La sola idea de echar tan joven raíces en mi ciudad, entonces tan aislada, tan
pacata y tan levítica, me desolaba.
Así que, un día de finales de junio
debió ser, todavía con las cumbres de Sierra Nevada pintadas de blanco, me
encaminé por la frondosa avenida del Triunfo hacia la estación del ferrocarril,
para ir a pasar con mi familia en Almería, los días que me quedaban antes de
incorporarme a la Marina. Atrás quedaban los entrañables tranvías, las aguas
del Darro y el Genil y las estrechas, sombrías calles del meollo histórico, tan
acogedoras. Sería lo que más me ilusionó reencontrar quince años después,
cuando regresé a Granada para ejercer de catedrático de lengua inglesa en el
Instituto de Segunda Enseñanza, Ángel
Ganivet.
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