Es una escena turística
preponderante: turistas más o menos jóvenes haciéndose fotos con alguna
referencia local al fondo, referencia que puede ser emblemática. O no tanto. El
placer, el gozo con el que se recibe el disparo hace pensar que lo que más importa es uno, esa imagen de ese momento
al que se podrá retornar ya para siempre. En cierta manera se trata de una
victoria contra el deterioro implacable que acarrea el paso del tiempo.
La foto siempre ha sido una pasión del turista, Su imagen
ha incluido durante bastantes décadas una cámara fotográfica colgada al hombro.
En un principio fue un artículo caro, luego se hizo cada vez más accesible, y
siempre había que llevar a revelar la película. Y llegó el móvil y este paso
dejó de ser imprescindible. El dispositivo capta la imagen, la guarda y hasta
la archiva ordenadamente.
En el móvil llevamos la pervivencia del presente, del
instante, la derrota del olvido, por decirlo de alguna manera. Es llamativa la
euforia con que los turistas registran sus visitas, siempre incluyéndose ellos
mismos en la imagen. Uno se hace creador y protagonista.
En la prehistoria de la fotografía, había profesionales
que hacían fotos en momentos significativos De infante, con sus padres. De adolescente.
Enfundado en algún uniforme militar o civil. De moza o mozo casaderos. En
pareja el día de la boda … Las fotos iban perpetuando así las sucesivas etapas
de la vida del ciudadano.
Había quien llevaba en su cartera una foto suya que
mostraba con orgullo. También quien regalaba su retrato a algún ser querido.
Y muy divertidas, por cierto, eran las “fotos al minuto”,
que hacía un señor que metía la cabeza en una especie de bolsa antes de
disparar, y luego las fotos las remojaba en un cubo con agua. Nada de esta
gracia tenían las cabinas que vinieron después, donde uno se metía y echaba
unas monedas y todo el proceso se realizaba misteriosa y mecánicamente.
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