Esta
es una calle de mucho comercio. Y me voy cruzando con gente de toda edad y
pelaje. En verano, en vacaciones, se ven muchos niños a rastras de sus mayores.
Ahora me adelanta una señora con una niña de la mano, niña que va retozando, y
al mismo tiempo mirando sus cabriolas en sucesivos escaparates. Es doble el
gozo de la niña: sus saltitos y sus reflejos.
Tiene la ciudad muchas incomodidades e inconvenientes de
los que está libre, total o parcialmente, la vida en los pequeños municipios,
en los pueblos estrictamente rurales. Los cuales atesoran entrañables encantos,
pero no el del brillo de los escaparates.
Echando la vista atrás, no logro visualizar ningún
escaparate en el pueblo en que nací y me crié. Una o dos veces al año íbamos a la capital, y allí, caminando
por su avenida principal, era una fantasía, una vivencia mágica, ver el brillo
de los escaparates, tanto a la luz del día como de noche, saludándonos siempre
con el regalo de nuestra propia imagen.
El atardecer, la caída de las sombras, incita en las zonas
rurales a la congoja. En cambio en la
ciudad, las farolas y las luces de los escaparates escamotean aquel
melancólico, imparable tránsito diario. Es un fanal la ciudad.
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