jueves, 9 de mayo de 2019

AL PIE DE LA ALHAMBRA (1951) -3

4. Granada no paraba

          En Granada me fascinaron siempre sus ríos, el Darro y el Genil, especialmente éste, a cuya ribera me acerqué con frecuencia para ver correr y rizarse con ímpetu y estruendo sus aguas, sin vacilar, infatigable y ciegamente desbocado.
          Yo no había visto nunca un río con agua todo el tiempo, agua que baja, inagotable, de alguna fuente lejana. En Almería hay un río mayor y hay una rambla-bueno, más de una-que normalmente son cauces secos, siempre, casi siempre a la espera de que llueva para encauzar el agua hacia el mar. Son como desagües de las turbulentas avenidas procedentes de las sierras cercanas.
          Otra extrañeza provenía de que al parecer me había traído conmigo el mar, porque miraba hacia el fondo de las calles rectilíneas y no lo veía.          
Yo ya conocía Granada, aunque escasamente. La primera visita la hice en junio del 48, para someterme al famoso Examen de Estado, o Reválida, que era indispensable aprobar para ingresar en una facultad universitaria. Me suspendieron en el examen escrito, en la prueba de matemáticas-un problema que no supe resolver-y en septiembre regresé y superé por fin la prueba escrita y la oral.
          Ambas estancias en Granada fueron de unos pocos días, y no me dieron ocasión más que para maravillarme de la ciudad en su conjunto. Visité la Alhambra, asombrándome de sus frondas y sus veloces aguas y sus vistas, un regalo para los sentidos, un paraíso materializado, un sueño edénico, ajeno a la realidad de la ciudad, que se extiende a sus pies y que a mí sobre todo me interesaba. Me embargó desde el primer momento la sensación de que Granada nunca paraba. En sus entrañas circulaban de día y de noche sus tranvías, estrepitosos, dominantes, ensordeciendo las conversaciones y haciendo temblar los cristales. En el cauce de la calle se iba diluyendo el estruendo, pero nunca del todo, que otro tranvía empezaba a oírse in crescendo.
          Eran los tranvías como amarillos vagones ferroviarios que corrían sueltos por el Triunfo, San Juan de Dios, la Gran Vía, Reyes Católicos, Puerta Real… La Bomba y el Triunfo eran los dos puntos extremos, y en Puerta Real, creo recordar, coincidían los que enlazaban con los pueblos.
          Yo caminaba normalmente hasta la universidad, que distaba de mi pensión como unos diez minutos, pero a veces hacía uso del tranvía por diversión, porque me encantaba viajar en aquellos artefactos.
Una tarde estuvo suspendido el paso de los tranvías por el centro de la ciudad. Tuvo lugar un desfile de carrozas, celebración de alguna festividad, quizá Santo Tomás, el Día del Estudiante. Las montaban estudiantes, muchos ataviados de acuerdo con la carrera que estudiaban: el médico, el abogado, el científico. Pasaban desaforados, histriónicos y claramente avinados. Era una explosión muy comprensible en aquella sociedad encorsetada por rígidas normas y usos.
De diferente carácter fueron unas jornadas turbulentas un poco antes de mi incorporación al curso escolar. Había habido duros choques entre estudiantes y la policía. A pedradas habían combatido los primeros, causando destrozos en alguna facultad.

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