viernes, 17 de mayo de 2019

AL PIE DE LA ALHAMBRA (1951) -4

5. ¡Gibraltar, español!

El SEU, Sindicato Español Universitario, era la asociación oficial de estudiantes, dentro del organigrama falangista, la única permitida, y a la que se pertenecía obligatoriamente.
          El SEU poseía un comedor que ofrecía a los estudiantes comidas económicas, pero para mí más caras que comprarme algunas vituallas y comer de bocadillo en mi habitación. Por eso, me estremecí de interés cuando un paisano encontrado al azar, me informó que el SEU concedía ayudas de comedor a estudiantes pobres.
          El comedor del SEU en Granada estaba en un piso de la calle XXX, a dos pasos del edificio central de la universidad, en el corazón de la ciudad; y allí localicé al jefe del distrito granadino, un estudiante de medicina, aproximadamente de mi edad.
          Me escuchó comprensivamente y, lamentando que ya estaban todas las ayudas para aquel curso concedidas, me ofrecía no obstante una media beca: es decir, una comida gratuita al día, que podía ser almuerzo o cena. No solucionaba mi problema de subsistencia, pero me aseguraba una mínima sustentación, así que, muy agradecido, desde aquel día empecé a hacer uso de la ayuda ofrecida.
          Allí comía también mi benefactor, con el que a veces coincidía, y recuerdo que un día que vino ataviado con la camisa azul de la Falange, se alzó de su asiento, requirió silencio y nos dirigió una ardorosa arenga: nos convocaba para asistir a una manifestación contra los indignantes agravios perpetrados en aquellos días por la “Pérfida Albión” en la frontera de Gibraltar. Como españoles, como universitarios y como miembros del SEU, era nuestro deber no faltar a la cita, que iba a tener lugar en todas las ciudades de España.
          Mis ojos se cruzaron con los suyos, negros, brillantes, intensos. Fue un instante, yo bajé la vista inmediatamente. Aquella tarde, recuerdo, lo pasé mal, ya que yo sí que me sentía solidario con la reivindicación española del Peñón de Gibraltar, y además le estaba muy reconocido al jefe del SEU de Granada por la ayuda concedida, pero todo lo que se relacionaba con la Falange, todo lo que procedía de aquella imperante ideología, me producía una honda desafección. Dudé, y terminé por ser sincero conmigo mismo, no acudiendo a la llamada.
          ¿Pero cómo transcurrió el acto? ¿Qué respuesta hubo? Son preguntas que después de más de medio siglo le hice a un amigo de la infancia, Manolo Fuentes, entonces estudiante de medicina en Granada, quien sí estuvo presente. “Fue una manifestación masiva”, me aseguró.
          Por cierto, el aludido jefe del SEU era compañero y amigo de Manolo, según me contó éste el verano pasado, así como que aquél llegó a catedrático de universidad.  Me dijo que había fallecido hacía poco y hasta me dio el nombre y apellidos, con los que no me he quedado-quizá por una instintiva resistencia a alterar el venerable archivo de la memoria.
 Manolo Fuentes vivía con su familia en Granada, donde su padre, don Antonio, poseía una farmacia.
       El farmacéutico Antonio Fuentes y el maestro Juan Siles, mi padre, habían sido muy amigos, lo que me dio pie para visitarle y hablarle de mi situación. Y no me escuchó sin simpatía. A los pocos días me puso en contacto con un amigo suyo, un perito agrícola creo que era, funcionario del Catastro provincial.
          En aquellas oficinas ocupé mesa al lado de un joven de figura famélica, sentado frente a unos ficheros, de los cuales me cedió uno o dos con aire de desolación, lo que al instante comprendí. Aquellos ficheros eran la fuente -modestísima- del estipendio que cobraba y que yo ahora venía a compartir.
          En suma, las sobadas tarjetas anilladas registraban la descripción y lindes de las fincas rústicas de Granada: una información que los campesinos necesitaban a veces consultar a efectos de ventas, compras, herencias, etc. Se les leía el registro solicitado, creo que les dábamos una breve nota, y a cambio recibíamos “la voluntad”, una propina, siempre modesta, que era consuetudinario dejar.
Estaba el Catastro, muy cerca de mi pensión, me parece que al final de la Gran Vía (en un piso alto), pero como sus horas de oficina eran sólo por la mañana, coincidían en gran parte con mis clases en la universidad, a las que procuraba no faltar. 

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